En el Evangelio de hoy Jesús pone a sus
discípulos dos preguntas. La primera: ¿La gente quien dice que es el Hijo del
Hombre? (Mt 16,13) es una pregunta que demuestra cuanto el corazón y la mirada
de Jesús están abiertos a todos. A Jesús le interesa lo que la gente piensa no
para contentarla, sino para poder comunicarse con ellos. Sin saber lo que la
gente piensa, el discípulo se aísla y comienza a juzgar a la gente de acuerdo
con sus propios pensamientos y creencias. Mantener un sano contacto con la
realidad, con eso que la gente vive, con sus lágrimas y alegrías, es la única
manera de poder ayudar, educar y comunicar. Es la única manera de hablar a los
corazones de la gente tocando su experiencia diaria: el trabajo, la familia,
los problemas de salud, el tráfico, las escuelas, los servicios sanitarios...
Es la única manera de abrir su corazón a la escucha de Dios. En realidad,
cuando Dios quería hablar con nosotros se ha encarnado. Los discípulos de Jesús
nunca deben olvidar de donde fueron elegidos, entre las personas, y nunca deben
caer en la tentación de actitudes individualistas, como si eso que la gente
piensa y vive no le preocupara y no fueran importantes para ellos.
Esto también vale para nosotros. Y el
hecho de que hoy estamos reunidos para celebrar la Santa Misa en un estadio
deportivo, nos lo recuerda. La Iglesia, como Jesús, vive en medio de la gente y
para la gente. Por esta razón la Iglesia, a lo largo de su historia, siempre ha
llevado dentro de sí mismo la misma pregunta: ¿Quién es Jesús para los hombres
y mujeres de hoy?
También el santo Papa León Magno, originario
de la Toscana, cuya memoria celebramos hoy, llevaba en su corazón esta
pregunta, esta ansiedad apostólica que todos pudieran conocer a Jesús, y
conocerlo por aquello que es realmente, no una imagen distorsionada de la
filosofía y de las ideologías de la época.
Por ello es necesario madurar una fe
personal en Él. Y allí, la segunda pregunta que Jesús pone a los discípulos:
"¿ustedes, quién decís que soy yo?" (Mt 16,15). Pregunta que todavía
resuena hoy en la conciencia de nosotros, sus discípulos, y es decisiva para
nuestra identidad y nuestra misión. Sólo si reconocemos a Jesús en su verdad,
seremos capaces de ver la verdad de nuestra condición humana, y podremos llevar
nuestra contribución a la plena humanización de la sociedad.
Custodiar y anunciar la recta fe en
Jesucristo es el corazón de nuestra identidad cristiana, porque al reconocer el
misterio del Hijo de Dios hecho hombre, podemos entrar en el misterio de Dios y
en el misterio del hombre.
A la pregunta de Jesús responde Simón:
"Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente" (v. 16). Esta
respuesta contiene toda la misión de Pedro y resume lo que será para la Iglesia
el ministerio petrino, es decir, custodiar y proclamar la verdad de la fe;
defender y promover la comunión entre toda la Iglesia; mantener la disciplina
de la Iglesia. El Papa León tuvo y continua, en esta misión, un modelo
ejemplar, tanto en sus enseñanzas luminosas, como en sus gestos llenos de
ternura, de compasión y del poder de Dios.
También hoy, queridos hermanos y hermanas,
nuestra alegría es compartir esta fe y responder juntos al Señor Jesús: ‘Tú
para nosotros eres el Cristo, el hijo del Dios vivo'. Nuestra alegría también
es ir contra corriente y superar la opinión corriente, que hoy, como entonces,
no logra ver en Jesús más que un profeta o un maestro. Nuestra alegría es
reconocer en Él la presencia de Dios, el enviado del Padre, el Hijo hecho
instrumento de salvación para la humanidad. Esta profesión de fe que Simón
Pedro proclamó permanece también para nosotros. Esta no representa solo el
fundamento de nuestra salvación, sino también el camino a través del cual se
realiza y la meta a la cual tiende.
A la raíz del misterio de la salvación
está la voluntad de un Dios misericordioso, que no se rinde ante la
incomprensión, la culpa y la miseria del hombre, sino se dona hasta hacerse Él
mismo hombre para encontrar a cada persona en su condición concreta. Este amor
misericordioso de Dios es lo que Simón Pedro reconoce en el rostro de Jesús. La
misma cara que estamos llamados a reconocer en las formas en la cual el Señor
nos ha asegurado su presencia entre nosotros: en su Palabra, que ilumina la
oscuridad de nuestra mente y nuestro corazón; en los Sacramentos, que nos
regenera a una nueva vida de nuestra muerte; en la comunión fraterna, que el
Espíritu Santo crea entre sus discípulos; en el amar sin fronteras, que hace un
servicio generoso y considerado hacia todos; en los pobres, que nos recuerda
cómo Jesús quería que la suprema revelación de sí y del Padre tuviera la imagen
del crucificado humillado.
Esta verdad de la fe es verdad que
escandaliza, ya que pide que creamos en Jesús, el cual, siendo el mismo Dios,
se abajo, se redujo a la condición de esclavo, hasta la muerte de la cruz, y
por eso Dios lo ha hecho Señor del universo (cf. Fil 2,6-11). Es la verdad que
todavía hoy escandaliza a quien no tolera el misterio de Dios impreso en el
rostro de Cristo. Es la verdad que no podemos tocar y abrazar sin que, como
dice San Pablo, entrar en el misterio de Jesucristo, y sin hacer nuestros sus
propios sentimientos (cf. Fil 2,5). Sólo desde el Corazón de Cristo, podemos
entender, profesar y vivir su verdad.
En realidad, la comunión entre lo divino y
lo humano, realizado plenamente en Jesús, es nuestra meta, la culminación de la
historia humana según el plan del Padre. Es el gozo del encuentro entre nuestra
debilidad y su grandeza, en nuestra pequeñez y su misericordia que llenará
nuestros límites. Pero esta meta no sólo es el horizonte que ilumina nuestro
camino, pero es lo que nos atrae con su suave fuerza; es lo que comienza a
anticipar y vivir aquí y se construye día a día con todo lo mejor que sembramos
a nuestro alrededor. Estas son las semillas que ayudan a crear una humanidad
nueva, renovada, donde nadie se quede al margen o descartado; donde quien sirve
es el más grande; donde los más pequeños y los pobres son acogidos y ayudados.
Dios y el hombre son los dos extremos de
una oposición: se buscan siempre, porque Dios reconoce en el hombre su propia
imagen y el hombre se reconoce solamente mirando a Dios. Esta es la verdadera
sabiduría, que el Libro del Eclesiástico señala como característico de aquellos
que se adhieren al seguimiento Cristo. Y la sabiduría de San León Magno, es el
resultado de la convergencia de varios elementos: la palabra, la inteligencia,
la oración, la enseñanza, la memoria. Pero San León también nos recuerda que no
puede haber verdadera sabiduría, sino en la adhesión a Cristo y al servicio de
la Iglesia. Este es el camino sobre el cual encontramos la humanidad y podemos
encontrarla con el espíritu del buen samaritano. No en vano, el humanismo, del
cual Florencia ha testimoniado en sus momentos más creativos, siempre ha tenido
el rostro de la caridad. Esta herencia sea fecunda de un nuevo humanismo para
esta ciudad y para toda Italia.
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