El Evangelio de hoy, tomado del capítulo 10 de Marcos, se articula en tres
escenas, marcadas por tres miradas de Jesús.
La primera escena presenta el encuentro entre el Maestro y un tal, que -
según el pasaje paralelo de Mateo – es identificado como ‘joven’. El encuentro
de Jesús con un joven. Él corre hacia Jesús, se arrodilla y lo llama «Maestro
bueno». Luego le pregunta: «¿Qué debo hacer para heredar la Vida eterna?» (v.
17). Es decir, la felicidad. “Vida eterna” no es solo la vida del más
allá, sino que es ésta: la vida plena, cumplida, sin límites. ¿Qué debemos
hacer para alcanzarla? La respuesta de Jesús resume los mandamientos que se
refieren al amor al prójimo. En este contexto, ese joven no tiene nada que
reprocharse; pero evidentemente la observancia de los preceptos no le basta, no
satisface su deseo de plenitud. Y Jesús intuye este deseo que el joven lleva en
su corazón; por lo que su respuesta se traduce en una mirada intensa llena
de ternura y de cariño, así dice el Evangelio: «Jesús lo miró con amor» (v.21).
Se dio cuenta de que era un buen joven… Pero Jesús comprende también cuál es el
punto débil de su interlocutor y le hace una propuesta concreta: dar todos sus
bienes a los pobres y seguirlo. Pero ese joven tiene el corazón dividido entre
dos patrones: Dios y el dinero, y se va triste. Esto demuestra que no pueden
convivir la fe y el apego a las riquezas. Así, al final, el impulso inicial del
joven se apaga en la infelicidad de un seguimiento naufragado.
En la segunda escena, el evangelista enfoca los ojos de Jesús y esta vez se
trata de una mirada pensativa, de advertencia: «Mirando alrededor, dijo a
sus discípulos: «¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios!»
(v.23). Ante el estupor de los discípulos, que se preguntan: «Entonces, ¿quién
podrá salvarse?» (v. 26), Jesús responde con una mirada de aliento –
es la tercera mirada – y dice: la salvación es sí «imposible para los hombres,
¡pero no para Dios!» (v.27). Si nos encomendamos al Señor, podemos superar
todos los obstáculos que nos impiden seguirlo en el camino de la fe.
Encomendarse al Señor. Él nos dará la fuerza, él nos dará la salvación, él nos
acompaña en el camino.
Y así
llegamos a la tercera escena, aquella de la solemne declaración de Jesús: Les
aseguro que el que deja todo para seguirme tendrá la vida eterna en el futuro y
el ciento por uno ya en el presente (cfr v 29 y v 30). Este “ciento por uno”
está hecho de las cosas primero poseídas y luego dejadas, pero que se
reencuentran multiplicadas al infinito. Nos privamos de los bienes y recibimos
en cambio el gozo del verdadero bien; nos liberamos de la esclavitud de las
cosas y ganamos la libertad del servicio por amor; renunciamos a poseer y
logramos la alegría del don. Lo que Jesús decía: «Hay más alegría en dar que en
recibir».
El joven no se ha dejado conquistar por la mirada de Jesús y así no ha
podido cambiar. Solo acogiendo con humilde gratitud el amor del Señor nos
liberamos de la seducción de los ídolos y de la ceguera de nuestras ilusiones.
El dinero, el placer, el éxito deslumbran, pero luego desilusionan: prometen
vida, pero causan muerte. El Señor nos pide el desapego de estas falsas
riquezas para entrar en la vida verdadera, la vida plena, auténtica, luminosa.
Y yo les pregunto a ustedes, jóvenes, chicos y chicas, que están en la
plaza: ¿han percibido la mirada de Jesús sobre ustedes? ¿Qué le quieren
responder? ¿Prefieren dejar esta plaza con la alegría que nos da Jesús o con la
tristeza en el corazón que la mundanidad nos ofrece?
Que la Virgen María nos ayude a abrir nuestro corazón al amor de Jesús, a
la mirada de Jesús, el único que puede apagar nuestra sed de felicidad».
(Traducción del italiano: Cecilia de Malak)
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