Con ocasión
del Sínodo dedicado a la familia se ha repetido, desde distintos ámbitos, que
“la doctrina no cambia”. A este respecto conviene hacer alguna precisión, pues
la doctrina sí cambia. Lo que se mantiene es la fe. Hay que distinguir entre
doctrina de la Iglesia y fe de la Iglesia. Durante mucho tiempo fue doctrina
eclesial que quienes morían sin recibir el bautismo no podían conseguir la
salvación, incluidos los niños que no habían podido cometer pecado alguno. A
este respecto la Comisión Teológica Internacional ha declarado: “la afirmación
según la cual los niños que mueren sin Bautismo sufren la privación de la
visión beatífica ha sido durante mucho tiempo doctrina común de la Iglesia, que
es algo distinto de la fe de la Iglesia”.
Ejemplo
significativo de cambio doctrinal lo tenemos en estas dos diferentes y
aparentemente contrapuestas afirmaciones de los Concilios de Florencia y del
Vaticano II. Florencia sostiene que fuera de la Iglesia no hay salvación,
añadiendo explícitamente que los judíos, herejes y cismáticos, y también los
paganos, “irán al fuego eterno aparejado para el diablo y sus ángeles, a no ser
que antes de su muerte se unieren con la Iglesia”. Sin embargo, Vaticano II
deja claro que los que ignoran el Evangelio de Cristo y su Iglesia “pueden
conseguir la salvación eterna”. Más aún, que Dios “no niega los auxilios
necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un
conocimiento expreso de Dios”.
¿Más
ejemplos? A propósito del sacramento de la penitencia, la praxis de los
primeros siglos se limitaba a una sola celebración durante toda la vida, pues
se consideraba incomprensible que un bautizado se alejase de Cristo; o a lo
sumo se permitía una segunda celebración de la penitencia, pero se dejaba para
el final de la vida, porque ya una tercera era del todo inconcebible. Tras el
Concilio de Trento la Iglesia recomienda la confesión frecuente. En los
primeros siglos las segundas nupcias eran desaconsejadas y prácticamente hasta
el Concilio Vaticano II se consideraba al matrimonio como un remedio para la
concupiscencia y su finalidad era la procreación de los hijos. Hoy ya se dice
claramente que el matrimonio encuentra su fin y su sentido en el amor.
Hay
tres criterios que se refuerzan mutuamente y no solo explican, sino que
promueven la renovación en la doctrina: uno, el mejor conocimiento de las
Sagradas Escrituras y de la Tradición y, junto con ese conocimiento, una
interpretación más adecuada de las mismas; dos, la escucha atenta de los signos
de los tiempos y, junto a esta escucha, un mejor conocimiento de la naturaleza
humana; y tres, el mismo Magisterio que, muchas veces gracias a la ayuda de la
teología, va ofreciendo pautas de mejora y de adaptación a las nuevas
necesidades pastorales.
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