El relato no deja de ser
sorprendente. Jesús fue rechazado precisamente en su propio pueblo,
entre aquellos que creían conocerlo mejor que nadie. Llega a Nazaret,
acompañado de sus discípulos, y nadie sale a su encuentro, como sucede a veces
en otros lugares. Tampoco lo presentan a los enfermos de la aldea para que los
cure.
Su presencia solo despierta en
ellos asombro. No saben quién le ha podido enseñar un mensaje tan lleno
de sabiduría. Tampoco se explican de dónde proviene la fuerza curadora de
sus manos. Lo único que saben es que Jesús es un trabajador nacido en una
familia de su aldea. Todo lo demás «les resulta escandaloso».
Jesús se siente «despreciado»: los
suyos no le aceptan como portador del mensaje y de la salvación de Dios. Se
han hecho una idea de su vecino Jesús y se resisten a abrirse al misterio que
se encierra en su persona. Jesús les recuerda un refrán que, probablemente,
conocen todos: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus
parientes y en su casa».
Al mismo tiempo, Jesús «se extraña
de su falta de fe». Es la primera vez que experimenta un rechazo colectivo, no
de los dirigentes religiosos, sino de todo su pueblo. No se esperaba esto de
los suyos. Su incredulidad llega incluso a bloquear su capacidad de
curar: «no pudo hacer allí ningún milagro, solo curó a algunos enfermos».
Marcos no narra este episodio para
satisfacer la curiosidad de sus lectores, sino para advertir a las comunidades
cristianas que Jesús puede ser rechazado precisamente porquienes creen
conocerlo mejor: los que se encierran en sus ideas preconcebidas sin
abrirse ni a la novedad de su mensaje ni al misterio de su persona.
¿Cómo estamos acogiendo a Jesús
los que nos creemos «suyos»?
En medio de un mundo que se ha hecho adulto, ¿no es nuestra fe demasiado infantil y superficial?
¿No vivimos demasiado indiferentes a la novedad revolucionaria de su mensaje?
¿No es extraña nuestra falta de fe en su fuerza transformadora?
¿No tenemos el riesgo de apagar su Espíritu y despreciar su Profecía?
Esta era la preocupación de Pablo de Tarso: «No apaguéis el Espíritu, no despreciéis el don de Profecía. Revisadlo todo y quedaos solo con lo bueno» (1 Tes 5,19-21). ¿No necesitamos algo de esto los cristianos de nuestros días?
José
Antonio PagolaEn medio de un mundo que se ha hecho adulto, ¿no es nuestra fe demasiado infantil y superficial?
¿No vivimos demasiado indiferentes a la novedad revolucionaria de su mensaje?
¿No es extraña nuestra falta de fe en su fuerza transformadora?
¿No tenemos el riesgo de apagar su Espíritu y despreciar su Profecía?
Esta era la preocupación de Pablo de Tarso: «No apaguéis el Espíritu, no despreciéis el don de Profecía. Revisadlo todo y quedaos solo con lo bueno» (1 Tes 5,19-21). ¿No necesitamos algo de esto los cristianos de nuestros días?
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