Una herejía práctica, la de los ricos y
poderosos salvadoreños empeñados en defender un “evangelio“ anti-social.
El próximo sábado se producirá uno de los
acontecimientos más suplicados, esperados, y necesarios en la Iglesia de
nuestro tiempo, la beatificación del mártir salvadoreño monseñor Oscar Romero.
En una entrevista concedida al periódico salvadoreño La prensa gráfica,
monseñor Vincenzo Paglia, el postulador de la causa de Romero desde 1996,
decía: “Me convertí en postulador casi por casualidad”.
El camino hasta
el nombramiento de Romero como mártir y la consecuente beatificación fue, en
muchos tramos, escabroso, retador y estuvo marcado por la oposición de
miembros de la curia romana, latinoamericana y salvadoreña a la figura, el
pensamiento, el mensaje y el martirio mismo del arzobispo.
Muchas veces,
asegura monseñor Paglia, él pensó que era una causa imposible. En los
momentos más difíciles, dice, se aferró a su fe y al crucifijo de Romero.
Paglia cuenta
que siempre estuvo convencido de que el martirio de Romero había sido provocado
por “odio a la fe” de quienes lo mataron y no por “virtudes heroicas”, otra de
las causales de martirio que contempla el derecho canónico.
“Quienes lo
mataron despreciaban lo sagrado”, dice. Probar que fue ese desprecio,
que el odio fue el motivo del asesinato, y por tanto del martirio, requirió de
una profunda revisión histórica de todos los escritos -cartas,
diarios, editoriales-, homilías, grabaciones e intervenciones públicas de
Romero.
Monseñor Oscar
Romero nació en Ciudad Barrios, en San Miguel, el 15 de agosto de 1917, fue
nombrado obispo de Santiago de María el 15 de octubre de 1974 y arzobispo de
San Salvador el 22 de febrero de 1977, y fue asesinado el 24 de 1980
por hombres que, como dice el postulador de la causa, y así lo confirmado el
Papa Francisco y se dirá desde San Salvador para todas las tierras y todos los
cielos, “despreciaban lo sagrado”.
Un día antes de que lo mataran, Óscar Arnulfo Romero
llamaba a la conciencia de los gobernantes salvadoreños con estas palabras que
fueron, entre muchas otras declaraciones y gestos valientes los que motivaron
el “odio a la fe” que le llevo a la muerte:
“En nombre de
Dios y de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más
tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la
represión! (…). La Iglesia predica su liberación tal como la hemos
estudiado hoy en la Sagrada Biblia, una liberación que tiene, por encima de
todo, el respeto a la dignidad de la persona, la salvación del bien común del
pueblo y la trascendencia que mira ante todo a Dios y solo de Dios deriva su
esperanza y su fuerza”.
A monseñor
Romero lo mató el “odio a la fe” de la oligarquía salvadoreña (esas catorce familias
que acumulan el 99% de la riqueza del país y que siempre han manejado los
poderes legislativos, gubernamentales, judiciales, económicos y culturales del
país) como autor intelectual que presionó al gobierno de entonces de El
Salvador, que fue el autor de la orden de asesinato; y los escuadrones de la
muerte del Ejército salvadoreño como autores ejecutores de dicha orden.
Exactamente los
mismos autores que con el asesinato de Ellacuría y compañeros mártires jesuitas
nueve años después.
Y el “odio a la
fe” consistía en una herejía práctica, la de los ricos y poderosos salvadoreños
empeñados en defender un “evangelio “ anti-social, un cristianismo para el que
el que no todos los hombres tienen dignidad, en una Iglesia que debería
defender la injusticia social.
Fuente: Aleteia
Fuente: Aleteia
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