La oración debe ser una entrega total. Dejémonos
llevar con confianza en los brazos de Dios y nunca seremos defraudados.
El padre Llorente, jesuita misionero en Alaska, contaba lo que le había
sucedido en cierta ocasión: El deshielo había desbordado el Yukón, arrastrando
su iglesia y su casa casi 300 metros más debajo de la aldea. Estaba inundada de
cieno inservible hasta el punto de tener que vivir en una tienda de campaña.
Por fin, consiguió un poco de dinero, remontó río arriba y se fue a una zona
donde pudo talar unos árboles. Después de unos días de frío, cansancio y
hambre, volvía con aquellos troncos puestos en una balsa arrastrados por una
pequeña motora para construir la iglesia.
Volvía exhausto. De repente, aquel motor del vaporcillo que le remolcaba
por uno de los afluentes del Yukón, comenzó a fallar. Hubo un momento, dice el
padre Llorente, en el que ya no podía más. Me sentía exhausto. Entonces, casi
sin fuerzas, volví el rostro hacia el cielo y dije:
- Señor, Dios mío, por el amor de todas las almas que piden por mí, por
el amor de tu Santísima Madre, por el amor de Jesucristo y de san José, por lo
que más quieras, que no se pare el motor. Estamos solo a 100 metros del Yukón.
Si me coge la corriente, estaré a salvo. No puedo más. ¡Dios mío, que no se
pare el motor!
En aquel mismo momento, el motor hizo ploff y se paró. Entonces, me puse
de rodillas en aquella barquita, los brazos en cruz, miré al cielo y grité:
- No importa, Señor. No importa nada. Lo único que importa es que Tú
sigas siendo Tú.
Fuente: Tengo sed de Ti. Del libro “La oración del corazón”, por
el Padre Ángel Peña.
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