El consejo de obrar en el nombre de Jesús puede parecer un
atavismo, intento de usar su nombre como una especie de talismán, como palabra
mágica. Las autoridades de los tiempos de los Apóstoles así lo creyeron, y les
prohibieron pronunciar ese nombre a Pedro y a Juan.
La
virtud que posee el nombre de Jesús no implica una fuerza esotérica, sino que
por la fe en la persona del Señor se da el signo trascendente. Cuando San Pablo
afirma: “Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en
el abismo” (Flp 2, 10), no está hablando de una fórmula secreta, sino del
triunfo de Cristo sobre todos los poderes, una vez que ha realizado el plan de
Dios, su Padre, y ha sometido a todos sus enemigos, incluso a la muerte.
San Pablo testimonia cómo, después de su encuentro con el Señor,
camino de Damasco, descubrió que no hay otro que pueda salvar, y contó a los
discípulos “cómo había visto al Señor en el camino, lo que le había dicho y
cómo en Damasco había predicado públicamente el nombre de Jesús” (Act 9, 27).
Decir
el nombre de Jesús es invocar su presencia, creer en Él, y es la fuerza de la
fe en su persona lo que da firmeza y valor, aun para compartir con Él el camino
de Cruz. San Juan afirma: “… éste es su mandamiento: que creamos en el nombre
de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó”
(1Jn 3, 23). En ello se resumen las dos dimensiones esenciales, la trascendente
y la social, la teologal y la de alteridad fraterna.
Invocar
el nombre de Jesús es entrar en comunión con Él y con su enseñanza, porque se
sabe y se cree que está vivo. De ello depende tener vitalidad, experiencia del
Resucitado, razón evangelizadora, fecundidad apostólica. La afirmación del
Evangelio es contundente, y de ella dependen los frutos del evangelizador. Dice
Jesús: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).
¡Cuánta
pretensión es actuar de manera emancipada, aunque sea para hacer obras buenas!
Porque en el caso de actuar en favor de los demás no es por bondad, sino por
gracia recibida. Reivindicar como propio lo que es de Dios significa, en el
mejor de los caso inconsciencia, cuando no presunción, vanidad, protagonismo
narcisista.
La
parábola de la vid y los sarmientos es una imagen intuitiva que hoy nos sirve
el Evangelio, y que nos debiera curar la prepotencia. ¡Qué triste es ver a los
agentes de pastoral derrotados después de haber trabajado sin parar! Pero es
posible que se deba a que lo han hecho en nombre propio.
Solo
nos podremos mantener con gozo y con paz en la tarea de anunciar el Evangelio,
si permanecemos relacionados con Jesús y actuamos en su nombre.
Ángel Moreno de Buenafuente
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