Cuando era muy pequeño me enseñaste
a rezar. Lo más importante que sé no lo he aprendido en la escuela ni en la
iglesia. Lo aprendí de ti. Contigo repetía aquellas palabras en las que
los dos subíamos muy alto, muy alto, muy por encima de nosotros.
Con
ellas rezábamos y nos hacíamos pequeños para llegar más arriba. Llamábamos a
Dios y hablábamos con él, y él era un padre que lo podía todo, lo tenía todo,
nos lo daba todo. Era un Padre bueno que nos escuchaba en nuestros momentos
felices y en nuestros apuros y nos ayudaba a esforzarnos para ser buenos como
él.
Ahora yo le rezo a Dios por ti todos
los días. Y ahora mismo le digo: Gracias, Dios mío, por mi madre. Delante de ti, ella y yo, todos, somos igual que niños.
Abrázala. Bendícela. Pon tus manos sobre su frente. Bésala con tu infinito
amor.
Amén.
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