«No os pido ahora que penséis en El … no os pido más de que le miréis».
Teresa de Jesús, C 26, 3
Sus
palabras y sus gestos de misericordia con los pobres y pecadores, llevaron a
Jesús a enfrentarse con los poderosos, que no dudaron en quitarlo de en medio.
Escandalizó por su cercanía a la mujer, a los leprosos, a los niños. Conmocionó
a los dirigentes del pueblo anunciando a un Dios que no busca ser servido, sino
que se goza en servir, un Dios que no necesita nuestros sacrificios rituales,
ni pide otra ofrenda que la de la propia vida, entregada gratuitamente y sin
descanso, a los demás…
Contemplo
ahora su cuerpo muerto, machacado, y dejo que su inerte blancura me revele
silenciosamente su secreto. Todo Él me habla de un amor incomprensible. Amor
que disculpa siempre, se fía siempre, aguanta siempre, espera siempre. Un amor,
el suyo, que no se antepone jamás a sí mismo, sino que se alegra con el gozo
del otro, que prefiere el bien y la vida del otro a su propio bien, a su misma
vida. Un amor que no disminuye aunque no encuentre eco ni respuesta en el otro,
sino que, por el contrario, esa misma indiferencia le lleva a incrementar el
fuego con el que ama, ansiando que prenda en la frialdad que le rodea.
Su morir
es una escuela de amor.
Porque cuando AMO, muero.
Muero a mi egoísmo, para que tú poseas.
Muero a mi comodidad, para que tú descanses
Muero a mis gustos, para que tú goces.
Muero a mi seguridad, y me arriesgo por ti.
Muero a mi prestigio, y me rebajo por ti.
Muero a mi autosuficiencia, y cuento contigo
Muero a mi aislamiento, y me comunico contigo.
Muero a mis prisas, y me adapto a tu ritmo.
Muero a mi protagonismo, para que destaques tú.
Porque cuando AMO, muero.
Muero a mi egoísmo, para que tú poseas.
Muero a mi comodidad, para que tú descanses
Muero a mis gustos, para que tú goces.
Muero a mi seguridad, y me arriesgo por ti.
Muero a mi prestigio, y me rebajo por ti.
Muero a mi autosuficiencia, y cuento contigo
Muero a mi aislamiento, y me comunico contigo.
Muero a mis prisas, y me adapto a tu ritmo.
Muero a mi protagonismo, para que destaques tú.
Jesús
muere por amor y fidelidad a Dios. Un Dios que no se cansa de dar, de darse, de
entregar su ser y su Vida a sus criaturas, para que crezcan en dignidad y
alegría.
A este
hombre, lo matamos. El mundo no soportó su misericordia.
Él,
Palabra salida del corazón de Dios, ha sido arrancado de la tierra de los vivos
y el mundo se sumerge ahora en un escalofriante silencio.
Su boca había pronunciado las palabras más hermosas que jamás se han
escuchado en esta tierra: Bendecid a los que os persiguen, dichosos los pobres, venid a mí los que estáis
cansados…Ahora, la muerte, sella sus labios irremediablemente.
Las últimas horas de Jesús son también para Él una experiencia de silencio.
Silencio por parte de los suyos, que evitan incluso admitir que le conocen.
Silencio por parte de tantos que en otro momento lo aclamaron, y ahora lo dejan
solo. Silencio por parte del mismo Padre Dios… ¿No le había dicho un día: Tú eres mi Hijo, amado, en quien me complazco? Y sin
embargo, en ese instante parece que lo abandona en manos de la crueldad humana,
y en soledad, ha de enfrentarse a la tortura, a la muerte.
Dios mío,
¿por qué me has abandonado? Es el grito desgarrador
de Jesús en la cruz, cuando hasta la fe parece tambalearse. Y su voz se
pierde en el silencio de la tarde.
Jesús
salta en el vacío, y cree contra toda evidencia que el mal que le atenaza no
forma parte del plan de su Padre, que no puede hacer nada para evitarlo…
Creer en
un Dios impotente es la única forma de ser creyente de verdad.
Un Dios
que no puede actuar en la historia, si no es desde el interior del ser humano,
a través su Espíritu, presente en cada corazón que escucha y sigue su voz,
tenue como la brisa.
Un Dios
que no interviene milagrosamente para anular la libertad humana. Porque matar
la libertad es matar para siempre el amor…destruir su propia obra.
Dios
calla, sufre y muere en su Hijo. Dios, en Jesús, está siendo la única
condición de posibilidad de su vivir amorosamente, de su morir indefensamente.
El
centurión, que estaba enfrente de él, al contemplar la manera en que
había muerto, dijo: -Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios (Mc 15,39).
Porque Dios es presencia amorosa en el Hijo, puede Jesús dar el paso
valientemente hacia la muerte, en plenitud de vida y de
sendero.
Acompaña
así todos los dolores, todos los sufrimientos, todas las muertes injustas de la
historia. Como solo se puede acompañar el dolor, callando, abrazando con la
mirada, impulsando la entrega y el perdón. Por eso, la muerte en cruz de Jesús
nos libera de la imagen de un falso Dios omnipotente, exterior al ser humano,
que moviera los hilos de la historia a su antojo.
El Padre
nos muestra sus entrañas de misericordia, su capacidad de servir y perdonar a
través de la vida y de la muerte de Jesús de Nazaret.
Después, se puede afirmar que Dios “ha quedado como mudo y no tiene más que
hablar” (Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, II, 22, 4).
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