viernes, 3 de abril de 2015

Viernes Santo. Cuando amar es morir en Cruz.

«No os pido ahora que penséis en El … no os pido más de que le miréis».
Teresa de Jesús, C 26, 3
Sus palabras y sus gestos de misericordia con los pobres y pecadores, llevaron a Jesús a enfrentarse con los poderosos, que no dudaron en quitarlo de en medio. Escandalizó por su cercanía a la mujer, a los leprosos, a los niños. Conmocionó a los dirigentes del pueblo anunciando a un Dios que no busca ser servido, sino que se goza en servir, un Dios que no necesita nuestros sacrificios rituales, ni pide otra ofrenda que la de la propia vida, entregada gratuitamente y sin descanso, a los demás…
Contemplo ahora su cuerpo muerto, machacado, y dejo que su inerte blancura me revele silenciosamente su secreto. Todo Él me habla de un amor incomprensible. Amor que disculpa siempre, se fía siempre, aguanta siempre, espera siempre. Un amor, el suyo, que no se antepone jamás a sí mismo, sino que se alegra con el gozo del otro, que prefiere el bien y la vida del otro a su propio bien, a su misma vida. Un amor que no disminuye aunque no encuentre eco ni respuesta en el otro, sino que, por el contrario, esa misma indiferencia le lleva a incrementar el fuego con el que ama, ansiando que prenda en la frialdad que le rodea.
Su morir es una escuela de amor.
Porque cuando AMO, muero.
Muero a mi egoísmo, para que tú poseas.
Muero a mi comodidad, para que tú descanses
Muero a mis gustos, para que tú goces.
Muero a mi seguridad, y me arriesgo por ti.
Muero a mi prestigio, y me rebajo por ti.
Muero a mi autosuficiencia, y cuento contigo
Muero a mi aislamiento, y me comunico contigo.
Muero a mis prisas, y me adapto a tu ritmo.
Muero a mi protagonismo,  para que destaques tú.
Jesús muere por amor y fidelidad a Dios. Un Dios que no se cansa de dar, de darse, de entregar su ser y su Vida a sus criaturas, para que crezcan en dignidad y alegría.
A este hombre, lo matamos. El mundo no soportó su misericordia.
Él, Palabra salida del corazón de Dios, ha sido arrancado de la tierra de los vivos y el mundo se sumerge ahora en un escalofriante silencio.
Su boca había pronunciado las palabras más hermosas que jamás se han escuchado en esta tierra: Bendecid a los que os persiguendichosos los pobresvenid a mí los que estáis cansados…Ahora, la muerte, sella sus labios irremediablemente.

Las últimas horas de Jesús son también para Él una experiencia de silencio. Silencio por parte de los suyos, que evitan incluso admitir que le conocen. Silencio por parte de tantos que en otro momento lo aclamaron, y ahora lo dejan solo. Silencio por parte del mismo Padre Dios… ¿No le había dicho un día: Tú eres mi Hijo, amado, en quien me complazco? Y sin embargo, en ese instante parece que lo abandona en manos de la crueldad humana, y en soledad, ha de enfrentarse a la tortura, a la muerte.
Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Es el grito desgarrador de Jesús en la cruz, cuando hasta la fe parece tambalearse.  Y su voz se pierde en el silencio de la tarde.

Jesús salta en el vacío, y cree contra toda evidencia que el mal que le atenaza no forma parte del plan de su Padre, que no puede hacer nada para evitarlo…
Creer en un Dios impotente es la única forma de ser creyente de verdad.
Un Dios que no puede actuar en la historia, si no es desde el interior del ser humano, a través su Espíritu, presente en cada corazón que escucha y sigue su voz, tenue como la brisa.
Un Dios que no interviene milagrosamente para anular la libertad humana. Porque matar la libertad es matar para siempre el amor…destruir su propia obra.
Dios calla, sufre y muere en su Hijo.  Dios, en Jesús, está siendo la única condición de posibilidad de su vivir amorosamente, de su morir indefensamente.
El centurión, que estaba enfrente de él, al contemplar la manera en que había muerto, dijo: -Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios (Mc 15,39).
Porque Dios es presencia amorosa en el Hijo, puede Jesús dar el paso valientemente hacia la muerte, en plenitud de vida y de sendero.
Acompaña así todos los dolores, todos los sufrimientos, todas las muertes injustas de la historia. Como solo se puede acompañar el dolor, callando, abrazando con la mirada, impulsando la entrega y el perdón. Por eso, la muerte en cruz de Jesús nos libera de la imagen de un falso Dios omnipotente, exterior al ser humano, que moviera los hilos de la historia a su antojo.
El Padre nos muestra sus entrañas de misericordia, su capacidad de servir y perdonar a través de la vida y de la muerte de Jesús de Nazaret.
Después, se puede afirmar que Dios “ha quedado como mudo y no tiene más que hablar” (Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, II22, 4).
 Fuente: PARA VOS NACÍ

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