San Juan, que estaba presente en el Cenáculo con los otros
discípulos al anochecer del primer día de la semana, cuenta cómo Jesús entró,
se puso en medio y les dijo: «Paz a ustedes», y «les enseñó las manos y el
costado» (20,19-20), les mostró sus llagas. Así ellos se dieron cuenta de que
no era una visión, era Él, el Señor, y se llenaron de alegría.
Ocho días después, Jesús entró de nuevo en el Cenáculo y
mostró las llagas a Tomás, para que las tocase como él quería, para que creyese
y se convirtiese en testigo de la Resurrección.
También a nosotros, hoy, en este Domingo que san Juan
Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, el Señor nos muestra, por
medio del Evangelio, sus llagas. Son llagas de misericordia. Es verdad: las
llagas de Jesús son llagas de misericordia.
Jesús nos invita a mirar sus llagas, nos invita a
tocarlas, como a Tomás, para sanar nuestra incredulidad. Nos invita, sobre
todo, a entrar en el misterio de sus llagas, que es el misterio de su amor
misericordioso.
A través de ellas, como por una brecha luminosa, podemos
ver todo el misterio de Cristo y de Dios: su Pasión, su vida terrena –llena de
compasión por los más pequeños y los enfermos–, su encarnación en el seno de
María. Y podemos recorrer hasta sus orígenes toda la historia de la salvación:
las profecías –especialmente la del Siervo de Yahvé–, los Salmos, la Ley y la
alianza, hasta la liberación de Egipto, la primera pascua y la sangre de los
corderos sacrificados; e incluso hasta los patriarcas Abrahán, y luego, en la
noche de los tiempos, hasta Abel y su sangre que grita desde la tierra. Todo
esto lo podemos verlo a través de las llagas de Jesús Crucificado y Resucitado
y, como María en el Magnificat, podemos reconocer que «su misericordia llega a
sus fieles de generación en generación» (Lc 1,50).
Ante los trágicos acontecimientos de la historia humana,
nos sentimos a veces abatidos, y nos preguntamos: «¿Por qué?». La maldad humana
puede abrir en el mundo abismos, grandes vacíos: vacíos de amor, vacíos de
bien, vacíos de vida. Y nos preguntamos: ¿Cómo podemos salvar estos abismos?
Para nosotros es imposible; sólo Dios puede colmar estos vacíos que el mal abre
en nuestro corazón y en nuestra historia. Es Jesús, que se hizo hombre y murió
en la cruz, quien llena el abismo del pecado con el abismo de su misericordia.
San Bernardo, en su comentario al Cantar de los Cantares
(Disc. 61,3-5; Opera omnia 2,150-151), se detiene justamente en el misterio de
las llagas del Señor, usando expresiones fuertes, atrevidas, que nos hace bien
recordar hoy. Dice él que «las heridas que su cuerpo recibió nos dejan ver los
secretos de su corazón; nos dejan ver el gran misterio de piedad, nos dejan ver
la entrañable misericordia de nuestro Dios».
Es este, hermanos y hermanas, el camino que Dios nos ha
abierto para que podamos salir, finalmente, de la esclavitud del mal y de la
muerte, y entrar en la tierra de la vida y de la paz. Este Camino es Él, Jesús,
Crucificado y Resucitado, y especialmente lo son sus llagas llenas de
misericordia.
Los Santos nos enseñan que el mundo se cambia a partir de
la conversión de nuestros corazones, y esto es posible gracias a la
misericordia de Dios. Por eso, ante mis pecados o ante las grandes tragedias
del mundo, «me remorderá mi conciencia, pero no perderé la paz, porque me
acordaré de las llagas del Señor. Él, en efecto, “fue traspasado por nuestras
rebeliones” (Is 53,5). ¿Qué hay tan mortífero que no haya sido destruido por la
muerte de Cristo?» (ibíd.).
Con los ojos fijos en las llagas de Jesús Resucitado,
cantemos con la Iglesia: «Eterna es su misericordia» (Sal 117,2). Y con estas
palabras impresas en el corazón, recorramos los caminos de la historia, de la
mano de nuestro Señor y Salvador, nuestra vida y nuestra esperanza.
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