El evangelio de este domingo comienza
con el miedo de los discípulos: “Al anochecer de aquel día, el primero de la
semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo
a los judíos”.
No estuvieron al pie de la cruz. No lograron salvar al Maestro. Ahora temen por
sus vidas. Cierran las puertas de su casa. Están seguros. El miedo nos
encierra en nuestra vida. El corazón se cubre de seguros para impedir
que alguien pueda entrar. No queremos abrir nuestras puertas.
Jesús rompe las barreras y entra en la casa en la que se esconden. Entra y les
da su paz: “Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: -Paz a
vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos
se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: - Paz a vosotros. Como
el Padre me ha enviado, así también os envío Yo. Y, dicho esto, exhaló su
aliento sobre ellos y les dijo: - Recibid el Espíritu Santo; a quienes les
perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les
quedan retenidos”.
Les da su espíritu, les regala su paz. Me impresiona ese momento de
transformación. Porque eso es lo que fue la entrada de Jesús. Vino, se puso en
medio de ellos y se volvió a partir por amor. Les entregó su vida.
Como dice el Padre José Kentenich: “Debemos ser transformados. Que se hagan
feliz realidad aquellas palabras de san Pablo: - Ya no vivo yo sino que Cristo
vive en mí. Y si Cristo vive en mí, vivirá también su espíritu en mí; será pues
el Espíritu Santo quien viva en mí”[3].
La llegada de Jesús vivo transforma sus vidas. Ya no importan tanto sus
miedos ni sus angustias. Desaparece el temor a la muerte y al futuro.
Son de Cristo para siempre. Jesús vive en sus corazones.
Esa experiencia salvadora que habían experimentado en su vida terrena, la tocan
ahora de una forma totalmente nueva. Jesús va a actuar en ellos. Se
va a hacer presente en sus vidas. Sus palabras ya no serán sus palabras.
Todo en ellos será de Jesús. Todo en ellos será obra del Espíritu. Siempre y
cuando se mantengan unidos a Cristo en el corazón. Si se alejan de Él,
perderán su fuerza, faltará la fe, regresará el miedo.
Esta es la paz que les regala en sus corazones. No es una paz de bienestar. Es
el convencimiento de que su vida merece la pena.
¡Bendita duda!
Tomás no estaba aquel día: “Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no
estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: - Hemos
visto al Señor. Pero él les contestó: - Si no veo en sus manos la señal de los
clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su
costado, no lo creo”.
Es impresionante el amor de Jesús por Tomás. Parece que es al que menos quiere.
Seguro que en esos ocho días se sentiría inseguro. Pero después le regala la
certeza de que viene por él, sólo por él. Hasta se somete a esa petición
absurda en su falta de fe.
Tomás era, igual que nosotros, un hombre roto. En su herida más honda,
en esa herida de amor que le hacía sufrir, no se siente amado por Dios. Es
como un niño y expresa su frustración, su rabia, su desengaño. No se reprime.
Estalla.
No cree en los suyos, en sus amigos. Siente el dolor del abandono y del
rechazo. Está roto por dentro. Lo ha dado todo y se siente abandonado.
Siguió a Jesús por los caminos y ahora Jesús no le busca a él. Ese Jesús al que
él tanto ama no ha venido a verle cuando estaba con los suyos. Ha aparecido
justo aquella noche.
¡Cuánto nos cuesta perdonar a Dios tantas veces! Pensamos que no es justo,
que no nos ama con locura, que no quiere nuestro bien. Pensamos que
prefiere a otros, que otros son sus elegidos.
Sí, nos pasa como a Tomás, ¿no le importaba a Jesús que él
estuviera presente aquella noche? Jesús, que lo sabe todo, ¿no podía haber
aparecido justo cuando él estuviera en el cenáculo? ¿Por qué no le enseñó a él
sus heridas? ¿Por qué no se detuvo cerca y le dio su paz?
Ahora
llora en su dolor. Sufre la soledad y el desprecio. Se compara con los otros
que están felices. ¡Cuánto mal nos hace compararnos! Pero
siempre lo hacemos. Vemos que la vida es más justa con otros. Pensamos que Dios
ama más a algunas personas y menos a nosotros.
Tomás no
puede compartir la alegría de los discípulos. La envidia envenena su corazón
herido y lo llena de amargura. Experimenta lo que decía el Padre Kentenich: “Son los caminos del menosprecio, de la
deshonra, de la injusticia, de los desengaños; es el camino en que Dios nos
abandona y olvida, a fin de que, a partir de aquí, aprendamos a ver de otra
manera lo que nuestra vida ha sido hasta ahora”[4].
Tomás
experimenta el desprecio y el fracaso. Vive en su carne las afrentas de la cruz
de Jesús. Se hace más semejante a Aquel a quien ahora desprecia. Comparte, sin
saberlo, algo de su misma pasión.
Tomás vive la cruz antes que
los otros discípulos, pero se rebela contra ella. No
calla como hizo Jesús. No se hace humilde en la humillación. No es paciente. No
mira su historia de otra forma cuando ha caído y experimenta la derrota.
La cruz no le acerca a Jesús
crucificado. Al revés. Se enfrenta a Dios. Le
exige pruebas de su amor.
¡Cuánto
nos parecemos nosotros a Tomás! Cuando la vida no es justa con nosotros. Cuando
no respetan nuestro espacio. Cuando no valoran nuestros talentos. Cuando no nos
reconocen y colocan en el lugar al que creemos tener derecho.
Nos rebelamos y le pedimos
explicaciones a Dios. No perdonamos su actitud y su falta de amor. No vemos
el amor en la cruz. Sino más bien la indiferencia y el desprecio.
Jesús ama tanto a Tomás que
vuelve para que pueda tocar sus heridas: “A los ocho días, estaban otra vez dentro los
discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se
puso en medio y dijo: - Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: - Trae tu dedo,
aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas
incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: - ¡Señor mío y Dios mío! Jesús le
dijo: - ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.
Jesús vuelve. Tomás sabe que
vuelve por él, sólo por él. Sólo por él que dudó, que se rebeló,
que pidió pruebas, que exigió. Jesús llega para mirarlo a él. Y sin decir nada,
toma su mano y ofrece su herida.
Ahora es
más que la primera vez. Entonces sólo las mostró. Ahora se deja tocar. Obedece
a la petición absurda de Tomás, su hijo incrédulo. Y le dice: “Ven, trae tu
dedo. Toca, mete la mano hasta el fondo. Es la puerta a mi corazón. A mi
corazón que late por ti. A mi corazón partido en la cruz”.
Tomás reconoce a Jesús. Lo ve.
Le mira de un modo diferente. Es Jesús. Pero ahora sabe más. Se
descorre el velo de toda su vida. Se arrodilla. Es su Dios. Es su Señor.
Exclama: “Señor mío y Dios mío”.
Tomás se
encuentra con Jesús. Y ve a Dios. ¿Por qué? ¿Por sus heridas? ¿Porque lo vio
resucitado cuando él pensaba que estaba muerto? No. Fue por su amor infinito.
Por su ternura. Por su paciencia. Porque lo amó más que nunca al verlo caído.
Por
volver por él que era sólo un pecador. Por amarlo sin pretender nada. Por
esperar su regreso en su huida. Por tener paciencia con su incredulidad. Porque en sus heridas está la señal del amor imposible, del amor hasta el extremo que él sólo intuyó
durante su vida al lado de Jesús.
Y ahora Dios se deja tocar. Dios se deja invadir. Tomás se arrodillaante Él. Su pecado, su duda, su envidia, sus celos y su
dureza de corazón, se convierten en camino para encontrarse cara a cara con la
misericordia infinita de Dios.
De los
once discípulos, nadie cayó más bajo en esos días, pero nadie se sintió tan
amado como Tomás. Su roca es ese momento. Probablemente fue la experiencia más
sólida de toda su vida. Volvería a ella cuando dudase, cuando flaquease.
Sólo Dios
puede hacer eso. Sólo Él puede convertir mi duda en la certeza
más luminosa. Mi pecado en camino de vida.
La herida
de Tomás fue tocada por Jesús ese día en que volvió por él. Jesús y Tomás se
tocaron mutuamente las heridas. Se reconocieron. Jesús sabe cómo es Tomás,
conoce su herida de soledad y de amor, y cuánto lo necesita encerrado en sus
muros.
Él calma su herida para siempre en
ese momento. Menos mal que no estuvo la primera vez, pensaría quizás Tomás en
su corazón. Hubiera creído junto a los demás y se hubiera alegrado. Eso es
verdad.
Pero no
se hubiera roto como se había roto ahora, y no se hubiera sentido tan pequeño,
tan humano. Y se hubiera perdido tanto amor y tanta ternura de Jesús al
perdonarle, al venir por él.
Mereció la pena esperar con
angustia ocho días oscuros. Merecieron la pena sus lágrimas. Guardaría ese
momento como lo más sagrado. Jesús tocó la herida de Tomás y la llenó de luz.
Tomás tocó la herida de Jesús con el respeto del niño que ama con inocencia.
Las
dos heridas son heridas de amor. De un amor pequeño es la herida de Tomás. Un
hombre necesitado, pobre, egoísta, sediento. De un amor inmenso, infinito,
incondicional, personal, es la herida de Jesús. L
a puerta
queda abierta para siempre. La grieta que se abrió en la roca del Gólgota
es esa misma herida de Jesús. Mi corazón desea que Jesús toque mi herida. Mi
corazón desea tocar la suya, creer que es mi Dios, que me ama y vuelve cada día
por mí.
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