¡Queridos
hermanos y hermanas, buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta el episodio de la expulsión de
los vendedores del templo. Jesús «hizo un látigo de cuerdas y los
echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes » (Jn
2,15).
El dinero, todo. Este gesto suscitó una fuerte impresión, en la gente y los
discípulos. Aparece claramente como un gesto profético,
tan es así que algunos de los presentes preguntaron a Jesús: «¿Qué signo nos
das para obrar así?» (v. 18) ¿Quién eres tú para actuar así? – o sea una
señal divina, prodigiosa que muestre a Jesús como enviado de Dios. Y Él
respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar»
(v. 19). Le replicaron: «han sido necesarios cuarenta y seis años para
construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» (v. 20).
No habían entendido que el Señor se refería al templo vivo de su cuerpo, que habría sido destruído con la
muerte en la cruz, pero que habría resucitado al tercer día. Por esto, en tres
días.
«Cuando Jesús resucitó -escribe el Evangelista- sus discípulos
recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra
que había pronunciado» (v. 22).
En efecto, este gesto de Jesús y su mensaje profético se entienden
completamente a la luz de su Pascua. Aquí tenemos, según el Evangelista
Juan, el primer anuncio de la muerte y resurrección de Cristo: su cuerpo,
destruído en la cruz por la violencia del pecado, en la Resurrección se convertirá en el
lugar del encuentro universal entre Dios y los hombres. Y Cristo
Resucitado es precisamente el lugar del encuentro universal - ¡de todos! -
entre Dios y los hombres. Por esto su humanidad es el verdadero templo,
donde Dios se revela, habla, se deja encontrar; y los verdaderos
adoradores de Dios no
son los custodios del templo material, los detentores del poder y del saber
religioso, sino aquellos que adoran a Dios «en
espíritu y verdad» (Jn 4,23).
En este tiempo de Cuaresma nos estamos preparando para la
celebración de la Pascua, donde renovaremos las promesas de nuestro Bautismo. Caminemos por el
mundo como Jesús y hagamos de toda nuestra existencia un signo de su amor por
nuestros hermanos, especialmente los más débiles y los más pobres,
nosotros construimos a Dios
un templo en nuestra vida. Y de esta manera lo hacemos
“encontrable” para tantas personas que encontramos en nuestro camino.
Si
somos testimonios de este Cristo vivo, mucha gente encontrará a Jesús en
nosotros, en nuestro testimonio. Pero – nos preguntamos y cada uno
de nosotros se puede preguntar – ¿en mi vida el Señor se siente verdaderamente
a casa?. ¿Lo dejamos hacer “limpieza” en nuestro corazón y expulsar a los
ídolos, o sea aquellas actitudes de codicia, celos, mundanidad, envidia, odio,
aquella costumbre de hablar mal de los otros? ¿Lo dejo hacer limpieza de todos
los comportamientos contra Dios, contra el prójimo y contra nosotros mismos,
como hoy hemos escuchado en la primera Lectura?
Cada uno se puede responder, en
silencio en su corazón: “¿Dejo que Jesús haga un poco de limpieza en mi
corazón?”. “ ¡Padre, tengo miedo que me apalee!”. Jesús jamás apalea. Jesús
limpiará con ternura, con misericordia, con amor. La misericordia es su manera
de limpiar. Dejemos, cada uno de nosotros, dejemos que el Señor entre con su
misericordia - no con el látigo, no, con su misericordia - a hacer
limpieza en nuestros corazones. El látigo de Jesús es su misericordia.
Abrámosle la puerta para que limpie un poco.
Cada Eucaristía que
celebramos con fe nos hace crecer como templo vivo del Señor, gracias a la
comunión con su Cuerpo crucificado y resucitado. Jesús conoce aquello que hay
en cada uno de nosotros, y conoce también nuestro más ardiente anhelo:
ser habitados por Él, sólo por Él. Dejémoslo entrar en nuestra vida, en nuestra
familia, en nuestros corazones. Que María Santísima, morada privilegiada del
Hijo de Dios, nos acompañe y nos sostenga en el itinerario cuaresmal, para que
podamos redescubrir la belleza del encuentro con Cristo, que nos libra y nos
salva.
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