viernes, 9 de enero de 2015

¿Qué es el Castillo de las Moradas teresianas?

El mismo nombre de “moradas”, utilizado con tanta frecuencia por Teresa, está reclamando origen bíblico, pues ya en el mismo comienzo, la autora cita el texto de Juan (1M1,1): “En la casa de mi Padre hay mucha moradas” (Jn 14,2). Es probable que en un primer momento Teresa lo entienda como la parte reservada de un castillo, una estancia. Y así utilizará también a lo largo de la narración esa imagen. Pero, si se observa con atención, esta representación pasa a un plano secundario, porque las connotaciones bíblicas la van absorbiendo. Pero, además, es que Teresa, apenas comienza, infunde tal dinamismo a esta palabra que la enmarca en su más genuino sentido de Sagrada Escritura.
En efecto, Juan entiende la palabra morada como una derivación del verbo griego “meno”, vocablo que utiliza para significar la relación permanente, vital y sin interrupción entre Jesús y el Padre, Jesús y nosotros, y a veces también entre el Padre y nosotros (14,23). Dinamismo teológico muy teresiano también. Por tanto, podemos decir que Teresa asume para su obra esa categoría tan significativa del IV Evangelio. Desde este punto de vista, todo el libro de Moradas ya cobra un cariz bíblico. En algún sentido podíamos decir que las Moradas son un comentario al texto joaneo antes recordado. Pasaje que, por otra parte, ha tenido un largo significado en la dogmática de la Iglesia y en la tradición espiritual. Teresa, como sabemos, ha concentrado en el fondo de la persona la entera historia de salvación, sobre todo la evangélica. Baste de momento notar que en el centro del alma tiene lugar el matrimonio espiritual (7M 2,1-3). La casa del Padre con sus muchas moradas se va a hallar en lo más hondo del ser humano, en el corazón del hombre y de la mujer.
El contenido de las moradas del Padre se prosigue luego en Juan en el Apocalipsis (21,10-23), en el que morada es la ciudad entera. Así parece que Teresa entiende también las suyas. De hecho algunos de los elementos que componen su visión del alma están tomados de esa ciudad escatológica y encantada de que habla el discípulo de Jesús (1M 2,1).
Veamos el texto: “Un castillo todo de un diamante o muy claro cristal a donde hay mucho aposentos. Así como en el cielo hay muchas moradas. Que si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo, un paraíso adonde dice Él tiene sus deleites” (1M 1,1).
El alma es un castillo, dice Teresa. Piénsese que entonces en el castillo se concentraba una ciudad entera. Podemos decir, pues, que el castillo en la mente de Teresa es una pequeña y preciosa ciudad; esa ciudad es el alma donde mora el Señor. En última instancia, la ciudad celestial que Teresa tenía “in mente” es la descrita por Juan, la ciudad que viene de arriba, vestida de novia (Ap 21,9-12). No olvidemos que las moradas se dirigen a preparar el matrimonio con Cristo, en el centro del alma (7M 2,1-3), donde hemos dicho que se sitúa la ciudad, venida de lo alto, de Dios, donde mora Cristo y la Trinidad.

Los fundamentos de la ciudad teresiana vienen descritos con trazos bíblicos. El primer recuerdo de Teresa es para el Génesis (1,26). Y mientras en Vida, en los dos capítulos primeros, nos presentará de forma velada la creación, la tentación y la caída, aquí va a hacer referencia al alma, imagen de Dios (Gn 1,26). Por tanto, una realidad muy rica y llena de misterios, de moradas (Jn 14,2) o, mejor, de posibilidades de acoger a Dios. Ese ser imagen de Dios, le va a dar capacidad de Dios, de llenarse de él, de estar constituida desde su esencialidad para él. El alma es un espacio para el Señor. Dios nos creó para la relación con él. Las moradas son capacidades dinámicas esencialmente abiertas para ser plenificadas. Esa posibilidad de relación la apoya Teresa en Proverbios 8,31, que presenta a un Dios que tiene sus delicias en estar entre los hombres. La palabra deleite también puede hacer referencia al Génesis: “Un paraíso de delicias” (3,23-24), según algunas traducción de la palabra hebrea “Edén”, y era como se traducía este texto en los libros de piedad del siglo XVI.
Otro texto teresiano nos ayuda también a recomponer la imagen que ella está persiguiendo: “Qué será ver este castillo tan resplandeciente y hermoso, esta perla oriental, este árbol de vida, que está plantado en las mismas aguas vivas de la vida que es Dios, cuando cae en pecado mortal: no hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan oscura y negra que no lo esté mucho más” (1M 2,1). Este pasaje es paralelo con V 40,5, que en seguida consideraremos, en el que habla de una experiencia de Cristo en su alma. Pero antes, no olvidemos que Teresa dice que en ese centro interior hay un sol (Ap 2,7; 21,23) y una fuente (Gn 2,6). El árbol de vida hace alusión o al Génesis, árbol de la vida, o al salmo (1,3) o quizás más al Apocalipsis (22,1). Sea como fuere, el imaginario es bíblico, y, sin duda, está desplazando la idea de castillo. Del castillo Teresa ha dado el salto de inmediato a la ciudad de Jerusalén, y de las estancias del castillo medieval, a las moradas del cuarto evangelio ola Jerusalén celestial del Apocalipsis.
Así es la contemplación teresiana dela Biblia. Se trata de una asunción profunda de las categorías de las Escrituras de tal manera, que quedan perfectamente incorporadas a su discurso, aunque ella muchas veces no lo perciba. El sol de la ciudad celestial, ahora lucirá en la morada del alma. De esta forma la antropología teresiana se reconstruye desde las perspectivas escatológicas de la Escritura. Y Teresa realiza este milagro de forma natural, casi sin pretenderlo, por conexiones de su yo hebreo y místico con los textos inspirados que ella pretende vivir de forma total.
Lo primero que se observa en esta comprensión teresiana del yo es su capacidad de asumir los símbolos y conectarlos. La percepción inmediata es una ciudad humana, el castillo, que es donde ella veía que vivían los reyes y las élites de la sociedad; pero eso sólo es la plataforma que la proyecta a otra ciudad y a otro Rey, y da el salto a la Bibliay en seguida busca allí los ámbitos donde se desenvuelve la vida de Dios con los hombres, el cielo. El cielo es el lugar donde se halla Dios; y ella ha descubierto que ese Dios habita el centro del hombre. Así lo pudo contemplar un día en una de sus famosas visiones: “Estando una vez en las horas con todas, de presto se recogió mi alma y parecióme ser como un espejo claro toda, sin haber espaldas ni lado ni alto ni bajo que no estuviese toda clara, y en el centro de ella se me representó Cristo nuestro Señor, como le suelo ver. Parecíame en todas las partes de mi alma le veía claro como en un espejo, y también este espejo –yo no sé decir cómo- se esculpía todo en el mismo Señor por una comunicación que yo no sabré decir, muy amorosa” (V 40,5).
Esta Belleza es patrimonio de todo ser humano. El pecado lo único que hace es oscurecerlo y entenebrecerlo, pero la realidad siempre permanece. El texto continúa: “Dióse me a entender que estar un alma en pecado mortal es cubrirse este espejo de gran niebla y quedar muy negro, y así no se puede representar ni ver este Señor, aunque esté siempre presente dándonos el ser”, (Cf. V 40,5). En un texto paralelo de Moradas podemos leer:”Qué será ver este castillo tan resplandeciente y hermoso, esta perla oriental, este árbol de vida, que está plantado en las mismas aguas vivas de la vida, que es Dios, cuando cae en pecado mortal. No hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan oscura y negra, que no lo esté mucho más. No queráis más saber de que, con estarse el mismo Sol que le daba tanto resplandor y hermosura todavía en el centro de su alma, es como si allí no estuviese para participar de El, como el cristal para resplandecer en él el sol” (1M 2,1).
Sin duda, el castillo de Moradas reproduce la experiencia que nos narra en Vida 40,5. Comparando los textos citados, se evidencia que desde un punto de vista literario-espiritual, el sol, la fuente y la luz simbolizan la presencia de Cristo en el alma, espejo o cristal. La meta consiste en que a través del seguimiento de Cristo la persona se identifique con él, es decir, alcance el centro de sí misma. Teresa lo describe así: “Aparécese el Señor en este centro del alma sin visión imaginaria sino intelectual –aunque más delicada que las dichas-, como se apareció a los Apóstoles sin entrar por la puerta, cuando les dijo:«Pax vobix»” (7M 2,3). Aparece una nueva figura: el Cenáculo. En moradas quintas (1,13) nos hablará de la bodega del Cantar, que identifica con el centro del alma, aludiendo también al cenáculo. Por eso no e extraño que escriba en Fundaciones: “En aquella eternidad adonde son las moradas conforme al amor con que hemos imitado la vida de nuestro buen Jesús” (14,5).

Para Teresa el centro del castillo donde se halla el Rey viene identificado con el centro del yo humano, con el paraíso del Génesis. La bodega del Cantar, el Cenáculo, las moradas de Juan y la ciudad del Apocalipsis. Por consiguiente, el Rey del Castillo, es el Esposo del Cantar, el Cristo Resucitado del Cenáculo, el Hijo de las Moradas de Juan, y el Rey (Cordero) del Apocalipsis. También al Paraíso del Génesis, por cuanto hemos visto Teresa lo cristologiza.

Por el P. Secundino Castro, Carmelita descalzo

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