Es
desconcertante y avasallador, -casi supera nuestra capacidad de sorpresa-,
contemplar a Dios hecho Niño, acompañado de María y de José, rodeado de unos
animales y metido en una cueva excavada en la montaña, en una noche fría de
invierno. El que hizo el universo, el que abrió los labios y fue obedeciendo en
todo, el que dio a los demás la existencia, el que pudo escoger su forma de
nacimiento, ahí está pobre, rodeado de pobreza, gozoso en la pobreza de sus
padres.
Esta decisión de Dios de escoger la pobreza pone en jaque la manera de pensar y
especialmente de vivir de muchos hombres hoy en día. Es de suponer que Dios,
sabiduría infinita, siempre escoge lo mejor. Al escoger la pobreza margina la
riqueza. Más tarde Cristo iba a explicar esta opción cuando puso como primera
bienaventuranza la pobreza de espíritu: “Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3).
La pobreza que exigió Cristo a sus seguidores no se refería a una condición
socio-económica, sino a una actitud religiosa. El “pobre de espíritu” es aquel
que no pone su esperanza en las riquezas de este mundo sino en Dios. No hay
duda de que las riquezas pueden atar el corazón humano y bloquearle de tal
manera que ya no busca la dicha en Dios sino en las cosas. El hombre se enamora
de las creaturas y se olvida del Creador. También cierra su corazón a las
necesidades de los demás.
En este mundo donde el hombre lucha por poseer más y más, por acumular más y
más, por tener más y más, siguiendo los instintos de su avaricia y ambición; en
este mundo en que los hombres sólo se preocupan por almacenar sus bienes sin
compartirlos; en este mundo en donde el pobre no es tenido en cuenta, Belén es
un signo y una profecía para todos nosotros. Signo en cuanto que nos descubre
que la pobreza, desde el punto de vista divino, es riqueza, es salvación, es
bendición; y profecía en cuanto que nos abre a la verdad de la pobreza como
senda de felicidad y de realización personal.
Autor: P. Fintan Kelly
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