De Juan de la Cruz podemos decir que a
imagen de Jesús fue “un hombre bueno que pasó por el mundo haciendo el bien”.
Juan de la Cruz es de esas personas que hizo muchas cosas, pero habló poco de
sí mismo. El mismo nos proporciona la primera dificultad a la hora de hablar de
sí mismo, no fue muy locuaz, y salvo algunas pocas cartas, no nos dejó ningún
escrito biográfico, todo lo contrario de otros santos, como sucede con Santa
Teresa de Jesús que una gran parte de sus escritos son autobiográficos y la
tienen a ella por protagonista, y es que la Santa “hablaba, hasta, de sus
silencios”.
Juan de la Cruz no nos habla nunca de sí
mismo. Estando en el lecho de muerte pidió “muy encarecidamente” al P. Antonio
de Jesús, cuando le recuerda los días de la fundación de Duruelo, que no
contase nada.
Por el contrario siempre habló mucho y
bien de lo que considera esencial para la vida de todo creyente, de la búsqueda
de Dios. Parece ser, y lo dicen los que le conocieron, que sólo le gustaba
hablar de Dios. De hecho una cosa llama la atención en Juan de la Cruz, la
aventura personal de buscar a Dios, al que considera el bien del alma, la
felicidad del ser humano, y ahí esta el grito que esboza en su Cántico espiritual“Adónde te escondiste amado”, que de alguna manera resume muy bien lo que
fue su vida, una búsqueda constante de Dios, al que presiente en la obra de la
creación, toda ella esta está marcada por el paso del amado que la dejó vestida
de hermosura, pero al que encuentra en Cristo, el que es la palabra última y
definitiva de Dios a la humanidad, y el que nos lo dice todo acerca del mismo
Dios.
Al esbozar el camino de la libertad,
Juan de la Cruz, nos dice que para alcanza la libertad, para gozar de Dios, es
necesario buscar no lo más fácil, sino lo más dificultoso: “no lo más sabroso,
sino lo más desabrido. No lo más gustoso, sino lo que da menos gusto. No lo más
alto y precioso, sino lo más bajo y despreciado”. “Para venir a gustar todo, no
quieras tener gusto en nada. Para venir a serlo todo, no quieras poseer algo en
nada”.
Seguro que a nosotros, que tenemos de
todo y creemos que la felicidad reside en tener las mejores cosas, gozar los
placeres más refinados, recibir toda clase de honores, este consejo de Juan de
la Cruz nos suena a raro. Estas exclamaciones de Juan de la Cruz no son meros
enunciados, sino que expresan lo que fue su aspiración en la vida, y nos ayudan
a conocer algunas pinceladas de la misma.
En Juan de la Cruz el desprendimiento o
la pobreza de espíritu, interiorizada y vivida en su plenitud teologal, se hace
camino de perfección y conduce a la santidad
Juan de la Cruz no sólo vivió esta
pobreza de espíritu, sino también la pobreza material. No tuvo una vida fácil,
no fue un niño bien de la sociedad de su tiempo, y en ella hubo muchas
carencias de necesidades vitales. Sólo en su infancia abundó una cosa, el
cariño de la madre. Juan de la Cruz el hombre, no tanto el santo que nos han
trasmitido sus biógrafos, fue ante todo un pobre, nació pobre, vivió su
infancia y juventud pobre, y desde que entra en el Carmelo de Santa Ana de
Medina del Campo, hasta su muerte en Ubeda abraza la pobreza como ideal de
vida.
A Juan de la Cruz no le bastaron la
pobreza y las privaciones de su infancia y adolescencia, siempre quiso ir por
el camino del desprendimiento. Le toco sufrir padecimientos, malquerencias y
humillaciones de algunos hermanos de la propia orden, y así hizo realidad en su
vida lo que el mismo, estando en Segovia, pidió al Señor cuando este le dijo:
“Fray Juan ¿qué puedo hacer por ti?, padecer y ser despreciado por vos”.
En su propia vida, sin buscarlo, supo
conformarse con Cristo que “padeció por nosotros dejándonos un ejemplo para que
sigamos sus huellas”. También Juan de la Cruz es un ejemplo vivo para nosotros,
nos enseña que la vida no es fácil y que en la hartura y en la necesidad
siempre hemos de saber buscar la fuente de la felicidad que no es otra que
Dios, al que se experimenta y saborea cuando nos vaciamos y desprendemos de
todo lo que no es él.
Texto escrito
por Pascual Hernández.
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