DISCURSO COMPLETO DEL PAPA
FRANCISCO EN EL DIYANET
Señor
Presidente. Autoridades
religiosas y civiles. Señoras y señores
Es para mí un
motivo de alegría encontrarles hoy, durante mi visita a su país. Agradezco al
señor Presidente de este importante Organismo por la cordial invitación, que me
ofrece la ocasión estar con los dirigentes políticos y religiosos, musulmanes y
cristianos.
Es tradición que los Papas,
cuando viajan a otros países como parte de su misión, se encuentren también con
las autoridades y las comunidades de otras religiones. Sin esta apertura al
encuentro y al diálogo, una visita papal no respondería plenamente a su
finalidad, como yo la entiendo, en la línea de mis venerados predecesores. En
esta perspectiva, me complace recordar de manera especial el encuentro que tuvo
el Papa Benedicto XVI en este mismo lugar, en noviembre de 2006.
En efecto, las buenas relaciones
y el diálogo entre los dirigentes religiosos tiene gran importancia. Representa
un claro mensaje dirigido a las respectivas comunidades para expresar que el
respeto mutuo y la amistad son posibles, no obstante las diferencias. Esta
amistad, además de ser un valor en sí misma, adquiere especial significado y
mayor importancia en tiempos de crisis, como el nuestro, crisis que en algunas
zonas del mundo se convierten en auténticos dramas para poblaciones enteras.
Hay efectivamente guerras que
siembran víctimas y destrucción; tensiones y conflictos interétnicos e
interreligiosos; hambre y pobreza que afligen a cientos de millones de
personas; daños al ambiente natural, al aire, al agua, a la tierra.
La situación en el Medio Oriente
es verdaderamente trágica, especialmente en Irak y Siria. Todos sufren las
consecuencias de los conflictos y la situación humanitaria es angustiosa.
Pienso en tantos niños, en el sufrimiento de muchas madres, en los ancianos,
los desplazados y refugiados, en la violencia de todo tipo. Es particularmente
preocupante que, sobre todo a causa de un grupo extremista y fundamentalista,
enteras comunidades, especialmente – aunque no sólo – cristianas y yazidíes,
hayan sufrido y sigan sufriendo violencia inhumana a causa de su identidad
étnica y religiosa. Se los ha sacado a la fuerza de sus hogares, tuvieron que
abandonar todo para salvar sus vidas y no renegar de la fe. La violencia ha
llegado también a edificios sagrados, monumentos, símbolos religiosos y al
patrimonio cultural, como queriendo borrar toda huella, toda memoria del otro.
Como dirigentes religiosos,
tenemos la obligación de denunciar todas las violaciones de la dignidad y de
los derechos humanos. La vida humana, don de Dios Creador, tiene un carácter
sagrado. Por tanto, la violencia que busca una justificación religiosa merece
la más enérgica condena, porque el Todopoderoso es Dios de la vida y de la paz.
El mundo espera de todos aquellos que dicen adorarlo, que sean hombres y
mujeres de paz, capaces de vivir como hermanos y hermanas, no obstante la
diversidad étnica, religiosa, cultural o ideológica.
A la denuncia debe seguir el
trabajo común para encontrar soluciones adecuadas. Esto requiere la
colaboración de todas las partes: gobiernos, dirigentes políticos y religiosos,
representantes de la sociedad civil y todos los hombres y mujeres de buena
voluntad. En particular, los responsables de las comunidades religiosas pueden
ofrecer la valiosa contribución de los valores que hay en sus respectivas
tradiciones. Nosotros, los musulmanes y los cristianos, somos depositarios de
inestimables riquezas espirituales, entre las cuales reconocemos elementos de
coincidencia, aunque vividos según las propias tradiciones: la adoración de
Dios misericordioso, la referencia al patriarca Abraham, la oración, la
limosna, el ayuno... elementos que, vividos de modo sincero, pueden transformar
la vida y dar una base segura a la dignidad y la fraternidad de los hombres.
Reconocer y desarrollar esto que nos acomuna espiritualmente – mediante el
diálogo interreligioso – nos ayuda también a promover y defender en la sociedad
los valores morales, la paz y la libertad (cf. Juan Pablo II, A la comunidad
católica de Ankara, 29 noviembre 1979). El común reconocimiento de la
sacralidad de la persona humana sustenta la compasión, la solidaridad y la
ayuda efectiva a los que más sufren. A este propósito, quisiera expresar mi
aprecio por todo lo que el pueblo turco, los musulmanes y los cristianos, están
haciendo en favor de los cientos de miles de personas que huyen de sus países a
causa de los conflictos. Y esto es un ejemplo concreto de cómo trabajar juntos
para servir a los demás, un ejemplo que se ha de alentar y apoyar.
He sabido con satisfacción de
las buenas relaciones y de la colaboración entre la Diyanet y el Consejo
Pontificio para el Diálogo Interreligioso. Espero que continúen y se
consoliden, por el bien de todos, porque toda iniciativa de diálogo auténtico
es signo de esperanza para un mundo tan necesitado de paz, seguridad y
prosperidad.
Señor Presidente, expreso
nuevamente gratitud a usted y a sus colaboradores por este encuentro, que llena
de gozo mi corazón. Agradezco también a todos ustedes su presencia y las
oraciones que tendrán la bondad que ofrecer por mi servicio. Por mi parte, les
aseguro que yo rogaré igualmente por ustedes. Que el Señor nos bendiga.
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