viernes, 20 de junio de 2014

Benedicto XVI, Santa Misa en la Solemnidad del Corpus Christi, 23 de junio de 2011

San Agustín nos ayuda a comprender la dinámica de la comunión eucarística cuando hace referencia a una especie de visión que tuvo, en la cual Jesús le dijo: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí» (Confesiones VII, 10, 18).


Por eso, mientras que el alimento corporal es asimilado por nuestro organismo y contribuye a su sustento, en el caso de la Eucaristía se trata de un Pan diferente: no somos nosotros quienes lo asimilamos, sino él nos asimila a sí, para llegar de este modo a ser como Jesucristo, miembros de su cuerpo, una cosa sola con él. Esta transformación es decisiva. Precisamente porque es Cristo quien, en la comunión eucarística, nos transforma en él; nuestra individualidad, en este encuentro, se abre, se libera de su egocentrismo y se inserta en la Persona de Jesús, que a su vez está inmersa en la comunión trinitaria. De este modo, la Eucaristía, mientras nos une a Cristo, nos abre también a los demás, nos hace miembros los unos de los otros: ya no estamos divididos, sino que somos uno en él. La comunión eucarística me une a la persona que tengo a mi lado, y con la cual tal vez ni siquiera tengo una buena relación, y también a los hermanos lejanos, en todas las partes del mundo.

No hay nada de mágico en el cristianismo. No hay atajos, sino que todo pasa a través de la lógica humilde y paciente del grano de trigo que muere para dar vida, la lógica de la fe que mueve montañas con la fuerza apacible de Dios. Por esto Dios quiere seguir renovando a la humanidad, la historia y el cosmos a través de esta cadena de transformaciones, de la cual la Eucaristía es el sacramento. [...]

Caminamos por los senderos del mundo sin espejismos, sin utopías ideológicas, llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la Virgen María en el misterio de la Visitación. Con la humildad de sabernos simples granos de trigo, tenemos la firma certeza de que el amor de Dios, encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, que la violencia y que la muerte. Sabemos que Dios prepara para todos los hombres cielos nuevos y una tierra nueva, donde reinan la paz y la justicia; y en la fe entrevemos el mundo nuevo, que es nuestra patria verdadera.

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