En urgencias
Marta Chacón, también llamada Cordelia, me envía esta bellísima historia. Su autora es médico y ha trabajado como pediatra algunos años. Además es una notable escritora.
31 de diciembre, diez y pico de la noche. Llevo más de doce horas viendo niños en la urgencia. Queda ya muy poco para el año nuevo. A ver si nos dan un respiro y podemos cenar...
Pues no. Un bebé llora en la sala de espera. Me asomo y les indico que pasen, con la idea de terminar cuanto antes.
Son jóvenes, muy jóvenes, obviamente extranjeros. Magrebíes, árabes o así. El padre me explica:
―Nos volvemos a casa, pero ha empezado a llorar y no conseguimos calmarlo. No sabemos qué le pasa.
La madre, una chiquilla con enormes ojos oscuros, sonríe y dice algo que no puedo entender, porque la sonrisa me ha dejado pasmada.
Le pido que repita.
―No llora nunca, no parece que tenga hambre, no sé lo qué es.
Empiezo con la ronda de preguntas: ¿embarazo y parto normal? Se miran, sonríen, ella con esa sonrisa que parece como si hubiera salido el sol. Él con una media sonrisa que le llega hasta los ojos, con un puntito de picardía, como si supiera algo que los demás no saben. Es evidente que se quieren, que él no la trata con ese desprecio teñido de agresividad que frecuentemente emplean en su tierra con las mujeres.
―Sí, todo normal.
Miro al niño, que ahora se ha quedado dormido, y tiene la cabeza redondita como los niños nacidos por cesárea. No digo nada, no sé por qué.
―¿Come bien? Sí ¿Hace pis y caca? Sí ¿Duerme sus horas? Sí ¿Qué edad tiene? Seis días. Desnúdelo, por favor.
El niño desnudito en la camilla sigue durmiendo, no se ha despertado al quitarle la ropa. La piel color canela, mata de pelo negro en la cabeza. Las pestañas tiemblan al ritmo de su respiración. Auscultación normal. El cordón limpio, a punto de caerse. Les doy instrucciones para cuando se caiga. Tripa normal, caderas normales. Oídos normales. Le miro los dedos de los pies y las manos. A veces, cuando la madre tiene el pelo largo, se enreda en un dedito y puede causar problemas. Nada.
―Todo está bien, no le veo nada.
Les explico que no deben preocuparse, que la exploración es toda normal, que patatín, que patatán, que pueden volver si hay algo nuevo que les alarme.
La chiquilla me dice:
―Está tranquilo desde que hemos entrado. Igual solo quería verte. Anda, cógelo un poquito mientras me pongo el abrigo.
Y me da el niño.
Ante una desfachatez semejante, mi reacción habitual hubiera sido bastante cáustica. No sé por qué, simplemente cojo al niño y lo acuno. Abre los ojos y me mira, no con esa mirada desenfocada de los recién nacidos. Me mira hasta dentro, y me ve. Es el vivo retrato de su madre, incluidos los ojos, oscuros que no grises, dulces, profundos. Me ahogo en esos ojos que me prometen felicidad sin límites. Amor. Vida.
María me coge al Niño despacito, me sonríe de nuevo, y se vuelve para marcharse.
El padre me da las gracias y me desea feliz año nuevo.
Y yo me quedo sentada en la silla como si me hubiera caído un rayo.
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