Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y buen año!
Al inicio del nuevo año dirijo a todos ustedes las felicitaciones de paz y de todo bien. Mi deseo es el de la Iglesia, ¡es el deseo cristiano! No está ligado al sentido un poco mágico y un poco fatalista de un nuevo ciclo que inicia. Nosotros sabemos que la historia tiene un centro: Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado, que está vivo entre nosotros; y tiene un fin: el Reino de Dios, Reino de paz, de justicia, de libertad en el amor; y tiene una fuerza que la mueve hacia aquel fin, y la fuerza es el Espíritu Santo.
Al inicio del nuevo año dirijo a todos ustedes las felicitaciones de paz y de todo bien. Mi deseo es el de la Iglesia, ¡es el deseo cristiano! No está ligado al sentido un poco mágico y un poco fatalista de un nuevo ciclo que inicia. Nosotros sabemos que la historia tiene un centro: Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado, que está vivo entre nosotros; y tiene un fin: el Reino de Dios, Reino de paz, de justicia, de libertad en el amor; y tiene una fuerza que la mueve hacia aquel fin, y la fuerza es el Espíritu Santo.
Todos nosotros tenemos al Espíritu Santo que hemos recibido en el Bautismo. Y Él nos impulsa a ir hacia adelante en el camino de la vida cristiana, en el camino de la historia, hacia el Reino de Dios. Este Espíritu es el poder del amor que ha fecundado el seno de la Virgen María; y es el mismo que anima los proyectos y las obras de todos los artífices de la paz.
Donde hay un hombre o una mujer constructores de paz allí está precisamente el Espíritu Santo que los ayuda, los impulsa a construir la paz.
Dos caminos que se cruzan hoy, fiesta de María Santísima Madre de Dios y Jornada Mundial de la Paz. Hace ocho días resonó el anuncio angélico: “Gloria a Dios y paz a los hombres”; hoy lo acogemos nuevamente de la Madre de Jesús, que «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19), para hacer de él nuestro empeño en el curso del año que se abre.
El tema de esta Jornada Mundial de la Paz es «Fraternidad, fundamento y camino para la paz». Fraternidad. Siguiendo las huellas de mis Predecesores, a partir de Pablo VI, he desarrollado el tema en un Mensaje, ya difundido y que hoy entrego a todos idealmente. En la base está la convicción de que somos todos hijos del único Padre celestial, formamos parte de la misma familia humana y compartimos un destino común. De aquí deriva para cada uno la responsabilidad de trabajar a fin de que el mundo se convierta en una comunidad de hermanos que se respetan, se aceptan en su diversidad y se cuidan recíprocamente. También estamos llamados a darnos cuenta de las violencias y de las injusticias presentes en tantas partes del mundo y que no pueden dejarnos indiferentes e inmóviles: se necesita el empeño de todos para construir una sociedad verdaderamente más justa y solidaria.
Ayer recibí una carta de un señor, quizás de uno de ustedes, que contándome una tragedia familiar, sucesivamente listaba tantas tragedias y guerras hoy en el mundo. Y me preguntaba: ¿Qué sucede hoy en el mundo, que está llevando a hacer todo? Y decía, en fin, es hora de detenerse. También yo creo que nos hará bien detenernos en este camino de violencia y buscar la paz.
Hermanos y hermanas, hago mías las palabras de este hombre: ¿Qué sucede en el corazón de los hombres? ¿Qué sucede en el corazón de la humanidad? ¡Es hora detenerse!
Desde cada rincón de la tierra, hoy los creyentes elevan su oración para pedir al Señor el don de la paz y la capacidad de llevarla a cada ambiente. Que en este primer día del año, el Señor nos ayude a encaminarnos todos con más decisión por los caminos de la justicia y de la paz. Comenzamos en casa ¡eh! Justicia y paz en casa. Entre nosotros ¡eh! Se comienza en casa y después se va adelante, a toda la humanidad, pero debemos comenzar en casa.
Que el Espíritu Santo obre en los corazones, disuelva las cerrazones y las durezas y nos conceda que nos enternezcamos ante la debilidad del Niño Jesús. La paz, en efecto, requiere la fuerza de la mansedumbre, la fuerza no violenta de la verdad y del amor.
En las manos de María, Madre del Redentor, ponemos con confianza filial nuestras esperanzas. A ella, que extiende su maternidad a todos los hombres, encomendamos el grito de paz de las poblaciones oprimidas por la guerra y por la violencia, para que el coraje del diálogo y de la reconciliación prevalezca sobre las tentaciones de venganza, de prepotencia, de corrupción. A Ella le pedimos que el Evangelio de la fraternidad, anunciado y testimoniado por la Iglesia, hable a cada conciencia y derrumbe los muros que impiden a los enemigos reconocerse hermanos.
ER RV
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