Esta parábola utiliza la imagen del grano de mostaza. Aun siendo la más pequeña de todas las semillas, está llena de vida y crece hasta hacerse «más alta que las demás hortalizas» (Mc 4, 32). Y así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña y aparentemente irrelevante.
Para entrar a formar parte de él es necesario ser pobres en el corazón; no confiar en las propias capacidades, sino en el poder del amor de Dios; no actuar para ser importantes ante los ojos del mundo, sino preciosos ante los ojos de Dios, que tiene predilección por los sencillos y humildes.
Cuando vivimos así, a través de nosotros irrumpe la fuerza de Cristo y transforma lo que es pequeño y modesto en una realidad que fermenta toda la masa del mundo y de la historia.
De estas dos parábolas nos llega una enseñanza importante: el Reino de Dios requiere nuestra colaboración, pero es, sobre todo, iniciativa y don del Señor. Nuestra débil obra, aparentemente pequeña frente a la complejidad de los problemas del mundo, si se la sitúa en la obra de Dios no tiene miedo de las dificultades.
La victoria del Señor es segura: su amor hará brotar y hará crecer cada semilla de bien presente en la tierra. Esto nos abre a la confianza y a la esperanza, a pesar de los dramas, las injusticias y los sufrimientos que encontramos. La semilla del bien y de la paz germina y se desarrolla, porque el amor misericordioso de Dios hace que madure.
Que la santísima Virgen, que acogió como «tierra fecunda» la semilla de la divina Palabra, nos sostenga en esta esperanza que nunca nos defrauda.
(Angelus del 14-6-2015)
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