Jesús invita a sus discípulos a ser como los siervos que esperan vigilantes el regreso del señor de las bodas. ¿Pero quién es ese dueño y señor que viene de la fiesta de bodas, a altas horas de la noche? La respuesta la da Jesús mismo: «Soy yo, que he venido para servirte».
Jesús —lo confirma también san Pablo en la Carta a los Efesios (2, 12-22)— es Aquel que «vino a servir, no a ser servido». Y el primer regalo que hemos recibido de Él es el de una identidad. Jesús nos ha dado una ciudadanía, la pertenencia a un pueblo, nombre, apellido. El apóstol recuerda a los paganos que cuando estaban sin Cristo estaban «excluidos de la ciudadanía»: Sin Cristo no tenemos una identidad.
Gracias a Él, en efecto, pasamos de estar divididos a convertimos en un «pueblo». Éramos enemigos, sin paz, aislados, pero Jesús con su sangre nos unió. San Pablo escribe en la Carta a los Efesios: «Él es nuestra paz; el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba». Todos sabemos que cuando no estamos en paz con las personas, hay un muro que nos divide. Pero gracias a Jesús podemos encontrarnos.
De pueblo disgregado, compuesto por hombres aislados los unos de los otros, Jesús con su servicio nos acercó a todos, nos hizo un solo cuerpo. Y lo hizo reconciliándonos a todos en Dios. Así, de enemigos llegamos a ser amigos, y de «extraños» ahora podemos sentirnos «hijos».
La condición para llegar a ser «conciudadanos de los santos» es tener la confianza en el regreso del señor de las bodas, en el regreso de Jesús. Es necesario esperarlo y estar siempre preparados: Quien no espera a Jesús, cierra la puerta a Jesús, no le deja hacer esta obra de paz, de comunidad, de darnos ese nombre que nos recuerda lo que realmente somos: hijos de Dios.
Por eso, el cristiano es un hombre o una mujer de esperanza, porque sabe que el Señor vendrá. Y cuando esto suceda, aunque no sabemos el día ni la hora, no querrá encontrarnos aislados, enemigos, sino como Él nos ha hecho gracias a su servicio: amigos, vecinos, en paz.
Es importante preguntarse: ¿Cómo espero a Jesús?. Pero sobre todo: ¿Espero o no espero a Jesús? Muchas veces, en efecto, también nosotros cristianos nos comportamos como paganos y vivimos como si nada debiera suceder.
Tenemos que estar atentos a no ser como el egoísta pagano, que actúa como si él mismo fuera un dios y piensa: yo me las apaño solo. Quien actúa de esta manera acaba mal, termina sin nombre, sin cercanía, sin ciudadanía.
En cambio, cada uno de nosotros se debe preguntar: ¿Creo en esta esperanza de que Él vendrá?. Y aún más: ¿Tengo el corazón abierto, para oír el ruido cuando toca a la puerta, cuando abre la puerta?
(De la homilía en santa Marta el 21 de octubre de 2014)
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