Figura evangélica bien conocedora del Maestro y metida en las intimidades de Jesús. Todas las ocasiones en que aparece en la literatura evangélica son anteriores a la pasión; pero los datos evangélicos son más que suficientes para pergeñar una buena hagiografía.
Es la hermana mayor de la familia de hermanos de Betania, villorrio cercano a Jerusalén, como a unos tres kilómetros. El que fuera la mayor, lo puede sugerir su mismo nombre que quiere decir señora, bien acorde con el oficio de llevar la casa, que desempeñó con tanto esmero siendo ama concienzuda y hacendosa.
Los tres fueron amigos de Jesús; buenos amigos. Se mostraron hospitalarios hasta la saciedad. En Betania encontraba el Maestro un agujero bastante adecuado para romper etapas y reponer fuerzas. Allí, en aquella casa, se producía el intercambio de bienes; Jesús dejaba su doctrina y premiaba con su presencia y compañía; Marta, María y Lázaro daban hospitalidad, comida y techo a Jesús y al nutrido grupo que le acompañaba; pero quienes salían ganando eran los hermanos.
Es una familia conocida, con buenas amistades. Se sabe por las alusiones evangélicas sobre la afluencia de judíos que se han acercado a acompañar a los hermanos cuando Lázaro murió. Y también se adivina el mismo trasiego de gente que, animada por la curiosidad de ver a un muerto resucitado, va visitando Betania, cuando las voces corrieron por la cercana Jerusalén, hasta el punto de que se llegaran a preocupar los principales y decidiesen la próxima muerte de Jesús y, si fuera necesario, para acallar los comentarios, también la de Lázaro.
Marta es la mujer activa –eterna trabajadora– que siempre quiso hacer agradable la estancia a Jesús. No para en el trajín de limpiar, ordenar, estar atenta para que no falte nada y de preparar mesa ante la llegada de Jesús y sus compañeros que cuadruplican las tareas habituales de una casa proyectada para tres. Y por si fuera poco atender al menaje y al fogón, siente la urgencia de hacerlo pronto, porque bien sabía ella el hambre que arrastraban aquellos hombres que vivían solo de las limosnas que les daban.
Es la mujer de la confianza.
No es apocada, ni se deja arrastrar por una falsa educación, ni por una errónea cortesía con mezcla de temor; tiene confianza para mandar recado cuando la enfermedad entra en Lázaro; tiene confianza para quejarse con lamento lacrimoso al llegar Jesús y encontrarlo ya enterrado de cuatro días. No era un pasar receta por los favores que ella hizo; es solo manifestación de la pena que arruga el estómago por la pérdida del hermano muerto, dicha con sinceridad –a corazón abierto– a Jesús, que bien sabía ella que podía haber evitado el desenlace de haber estado presente en aquel momento crucial. Tan afectada está, que Jesús mismo se conmueve hasta las lágrimas; pero, mira, gracias a ella tenemos una declaración de Jesús sobre su propia divinidad –«Yo soy la Resurrección»– y sobre la importancia de la fe.
Tiene igualmente la confianza limpia de dirigir a Jesús una queja sin trabas para que le indique a María que le ayude, porque su hermana se dedica a disfrutar de su presencia y de su palabra, olvidándose de las labores de la casa. Es la última vez que la literatura neo-testamentaria habla aún de Marta. Fue antes de la pasión, justo seis días antes de la Pascua, después de resucitado Lázaro que fue tiempo atrás un muerto apestoso y ahora goza de la vida a plenitud. Allá fueron Jesús y sus discípulos y se les trató con toda la delicadeza posible, hasta llegar a derramar aquel precioso ungüento de nardo sobre Jesús que suscitó el triste y manido comentario de Judas acerca del valor del valioso perfume caro derramado sin que aprovechase a los pobres, anticipo de todos los judas posteriores tan preocupados de quitar al Amor lo que se le debe con la excusa de amoríos al hombre.
Esta fue la ocasión pintiparada para que los comentaristas se hayan estrujado los sesos y decidieran –sin contestación posible– acerca de la excelencia de la vida religiosa sobre la activa. «Marta, te preocupas por muchas cosas; una sola es la importante. María ha escogido la mejor parte y no se la quitarán».
Jesús mismo resolvió lo que a quienes venimos después de Marta nos hace tanta falta: aprender que, cuando hay que elegir entre lo útil y lo necesario, lo mejor es lo necesario; o que lo importante está antes que lo urgente; que no es cuestión de palabras solo, sino más.
Sí, fue un dulce reproche para Marta después de haberse tomado tanto trabajo por Él. En fin, a lo mejor Marta estaba muy lejos de considerarse pospuesta; quizá entendió muy bien que ella solo hacía una cosa práctica, mientras que la decisión de María era el abandono sublime de todo por lo que tiene prioridad absoluta; y hasta puede ser que se quedara satisfecha al saber que Jesús entendía en su medida exacta lo mucho de su amor sacrificado cada vez que entraba un bocado en su boca. Al fin y al cabo, la santidad no depende del estado en que uno se encuentre, sino del amor que cada persona meta en cualquier estado en que Dios la haya puesto.
Marta –patrona de hospederos, amas de casa, administradoras, limpiadoras, cocineras, hoteleros, planchadoras, lavanderas, tejedoras y decoradoras– desaparece de la historia neo-testamentaria en esta página evangélica. Lo demás son probabilidades y fábula. Los franceses la vieron junto con María y Lázaro, hecho todo un obispo predicador del Evangelio, por Marsella. Los italianos, con el permiso de Paulo III, levantaron templo en el siglo XVI en honor de Marta por el impulso de san Ignacio. Pero lo más probable es que la tumba paleocristiana del siglo I encontrada con los nombres tallados en piedra de Marta y María, en la ladera noroccidental del Monte Olivette, en el lugar llamado Dominus flevit, sea significativo. Solo falta por determinar lo imposible: que las dos personas llamadas así coincidan con las dos hermanas de Lázaro. Aunque muy probable, no se da seguridad.
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