El periodista italiano Gerolamo Fazzini asegura en su último libro, Encadenados, publicado por Palabra, que «es posible afirmar que Mao Zedong fue responsable de un número semejante o incluso mayor de crímenes –en cuanto a duración o crueldad– que Hitler o Stalin». Un exjerarca maoísta, Chen Yizi, afirmó haber leído un documento del Partido Comunista que cuantificaba en 80 millones los muertos entre 1958 y 1961.
El régimen chino se cebó especialmente con los cristianos. Su objetivo era crear un hombre nuevo borrando toda huella de Dios. El padre Chan, sacerdote que vivió encarcelado durante 13 años, recuerda en sus memorias, transcritas en el volumen que nos ocupa, que «fueron muchos cristianos jóvenes los que mostraron una valentía de auténticos leones» al no renegar de su fe. La mayoría acabó en los laogai, campos de concentración chinos, donde murieron de enfermedad, cansancio o hambre. Juan Liao, un laico que estuvo 20 años entre rejas, agradece a Dios en su diario «que no me haya permitido traicionarle jamás».
Pero la semilla de los mártires siempre acaba floreciendo. «Cuando el comunismo desaparezca, muchos vendrán a nosotros a pedir la solución al problema de la vida», vaticinaba el padre Chan. Tenía razón: actualmente cada año se bautizan 150.000 adultos en el gigante asiático, aunque como aclara Bernardo Cervellera, director de AsiaNews en el prólogo del libro, los hechos narrados no corresponden a un pasado lejano. Sin ir más lejos, monseñor Ma Daquin, obispo auxiliar de Shanghái, el mismo día de su ordenación episcopal fue arrestado por dimitir de sus cargos en la Iglesia patriótica, controlada por el régimen. Aunque en enero de este año se reintegró, eso sí, como simple sacerdote.
La realidad de la Iglesia patriótica y la clandestina, explica Fazzini, «es más compleja de lo que parece y es mejor evitar juicios precipitados». Con frecuencia se piensa que «los creyentes auténticos pertenecen exclusivamente a la Iglesia clandestina. Eso implica aseverar que quienes aceptan las normas del régimen son católicos sospechosos o de segunda clase». Pero hasta el padre Chan, en su testimonio escrito durante sus años de cautiverio, recuerda cómo ya entonces «ante la confusa realidad, los católicos buscaban descifrar de buena fe cuál era la mejor manera de preservar su credo y su pertenencia a la Iglesia. Fue una bonita manera de mostrar respeto sin añadir obstáculos a la futura reconciliación», concluye el autor.
Cristina Sánchez Aguilar
Alfa y Omega
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