A pesar de que quedan varios días para celebrar el día de Pentecostés, la liturgia nos prepara ya para esta solemnidad. Todas las lecturas aluden a la presencia del Espíritu Santo. En la primera, los apóstoles Pedro y Juan se dirigen a Samaría para imponer las manos a los bautizados, que reciben de este modo el Espíritu Santo. En la segunda lectura, Pedro señala que Jesús murió en la carne, pero ha sido vivificado en el Espíritu. De modo especial, el Evangelio anuncia la llegada del Espíritu Santo. Jesús mismo promete que pedirá al Padre que mande a los suyos el Espíritu, designado como «otro Paráclito». El término paráclito equivale al latino advocatus, es decir, abogado defensor. Jesús habla de «otro» paráclito porque el primero es él mismo, que vino con la finalidad de defender al hombre del acusador por excelencia, que es Satanás. Jesús pronuncia este discurso tras la Última Cena, ya que sabe que no puede quedarse para siempre con los apóstoles, puesto que asumió una vida humana, que es limitada. Y la asumió, sobre todo, para transformar la muerte humana en camino para la vida eterna. Por eso, en el momento en que Cristo, tras cumplir su misión, vuelve al Padre, este envía al Espíritu como defensor y consolador, para permanecer para siempre con los creyentes, habitando dentro de ellos. Al ser eterno, el Espíritu puede quedarse para siempre con todos los discípulos de Cristo.
Amar al Señor para recibir al Espíritu
De esta manera, siempre es posible mantener una relación de intimidad entre Dios Padre y los discípulos de Jesucristo. Primero por la mediación del Señor y más adelante por la acción y la presencia del Espíritu Santo. Por eso dice el Evangelio: «Yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros». Sin embargo, esta relación no es automática. Exige de nuestra libertad. Si Jesús era visible en cuanto hombre, no lo es el Espíritu Santo. Se trata de una realidad interior imposible de percibir por medio de los sentidos.
Es necesario, pues, estar unidos interiormente con el Espíritu. Por eso el Evangelio afirma que «el mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce». Cuando se habla «del mundo», el pasaje se refiere al conjunto de las tendencias pecadoras de la humanidad, no a cuanto de bueno y bello hay en el universo. El mal no conoce al Espíritu porque es una realidad antagónica a él. Sin embargo, el discípulo de Cristo, quien se ha dejado transformar por Jesús, tiene la capacidad de conocer y recibir su Espíritu. Al comienzo del pasaje aparece la condición «si me amáis» para recibir al Paráclito, que vuelve a repetirse al final del episodio evangélico: «El que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él». El Señor insiste en la relación entre la observancia de sus mandamientos y el amor hacia él. Una vez más se muestra que para entrar en relación con Dios es necesario pasar por la mediación del Hijo. Solo así es posible recibir y comunicar todo lo que el Padre nos quiere dar.
El Espíritu Santo en la Iglesia
La llegada del Espíritu Santo no es un acontecimiento complementario para la historia de la salvación, sino que supone la plenitud de la Encarnación y de la Redención, y se encuentra entre los contenidos de la promesa de la Nueva Alianza, hecha por Dios a través de Jeremías y, sobre todo, de Ezequiel: «Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu» (Ez 36,26-27).
La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia continúa hasta el día de hoy. Su asistencia constante posibilita la eficacia de cualquier acción llevada a cabo por los pastores o los miembros de la Iglesia, ya sea de gobierno pastoral, de santificación, de enseñanza o de caridad. De hecho, cuando decimos que la Iglesia está viva, no lo afirmamos por utilizar un lenguaje expresivo o metafórico, sino porque hay alguien que constantemente sigue infundiéndole su aliento. Lo afirmamos, de hecho en el credo: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida». De no tener presente esta realidad, corremos el riesgo de reducir a la Iglesia a una organización más de entre las que existen en la sociedad o de reducir su actividad al fruto de esfuerzos humanos. Cuando Jesús promete en el Evangelio a sus discípulos no dejarlos huérfanos, les está diciendo que él estará siempre presente a través de su Espíritu.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
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