Constantemente estamos deseando la paz. Hablamos de paz exterior, es decir, de ausencia de guerras y de conflictos entre distintos países o regiones. Socialmente este deseo se acentúa en torno a la Navidad. Cualquier guion de mensaje navideño no está completo sin una referencia en este sentido.
Por otro lado, no faltan quienes subrayan la relevancia de una paz interior, quizá más importante que la exterior, ya que es origen de ella. Como de un componente más de la sociedad de bienestar, se habla de paz y armonía a modo de ausencia de cualquier perturbación. Nada hay de censurable en esta visión, pero es parcial. Podemos olvidar que la paz es un don de Dios y, más en concreto, del Señor resucitado. Ciertamente, las alusiones navideñas a la paz no ignoran que Jesucristo, Rey de la Paz, viene a traer la paz a los hombres. Sin embargo, hoy en día casi nadie es consciente de que la paz es también el gran don del Señor resucitado. En efecto, tras la resurrección, las primeras palabras de Jesús al dirigirse a sus discípulos, reunidos en el Cenáculo, son «Paz a vosotros». Precisamente este es el sentido principal del gesto litúrgico de darse la paz en Misa. No consiste en un mero saludo para suspender momentáneamente la celebración y aprovechar para expresar mis propias emociones. Tampoco es solamente la oportunidad para, en las ceremonias de mayor relevancia social, compartir mis sentimientos con quien está de luto o de enhorabuena. Se trata, ante todo, de prolongar la paz que el Señor nos trae, con la finalidad de reconocerle, como fuente de este don, vivo en medio de nosotros. Si la liturgia ofrece como facultativo el gesto del intercambio de la paz no es por privar en ciertos momentos a la comunidad de una participación gestual. La ausencia de este signo durante la Cuaresma o el Adviento puede servir, por ejemplo, para relacionar mejor el vínculo entre la paz y Jesucristo resucitado, tal y como aparece en el Evangelio, o para reconocerle como príncipe de la paz en Navidad. De este modo, la propia celebración nos explicita lo que el Señor nos ha dicho con su Palabra.
La alegría de los discípulos
Podemos imaginarnos la situación de los apóstoles tras haber visto a Jesús crucificado y muerto. El Evangelio los muestra con miedo y huyendo. Después de que Jesús les enseñara las manos y el costado, el pasaje dice que «se llenaron de alegría al ver al Señor». He aquí el segundo fruto de la vuelta de Jesús a la vida: la alegría. Esta alegría no se testimonia únicamente en el texto evangélico. También la primera y la segunda lectura de este domingo citan el gozo que viven los cristianos de las primeras comunidades. De ello se hacen eco las oraciones centrales de la Misa, al señalar que gracias al acontecimiento pascual «el mundo entero se desborda de alegría».
La presencia de los signos de la Pasión
Si el domingo pasado el principal indicio de la resurrección del Señor era la imagen del sepulcro vacío, hoy tenemos otro signo: a Jesús se le reconoce por las huellas de su pasión. De no ser porque el Evangelio lo refleja, a nadie se le hubiera ocurrido imaginar a Jesucristo triunfante con los signos de su pasión, como mostrando aún una debilidad. Pero con ello, el Señor quiere hacernos ver que la resurrección no ha cancelado la pasión y la muerte, sino que estas adquieren ahora su verdadero significado. A Tomás las llagas le han valido para realizar la mayor confesión de fe del Evangelio: «Señor mío y Dios mío». Es ahí cuando Jesús pronuncia la bienaventuranza de la fe: «Bienaventurados los que crean sin haber visto». Durante estos domingos iremos comprendiendo cómo el acontecimiento de la resurrección se reflejará en la fe y en la vida de quienes entran en contacto con la Iglesia.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Alfa y Omega
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