La liturgia de la Semana Santa, que acabamos de celebrar, nos ha puesto delante de los ojos el hecho imponente de que la salvación del mundo no acontece mediante la victoria de una justicia o de un poder humano, sino mediante el sufrimiento del Justo, mediante la muerte y resurrección de Jesús.
Para los apóstoles, que no andaban sobrados de filosofía, se trataba de algo a la vez sencillo y tremendo, que tuvo que cambiar radicalmente su modo de pensar. Ellos esperaban que el verdadero Reino de Israel fuese restablecido por la fuerza (evidentemente buena y justa) de un Mesías que habría tenido que abatir a sus enemigos en el campo de batalla, y se encontraron con la paradoja de que el Mesías era ejecutado en el infamante palo de la cruz. Así había de ser, como les había advertido el Maestro, y al verle resucitado, en medio de un estupor inenarrable, evidentemente recordaron aquella advertencia, lo cual no quita nada al hecho de que su mentalidad hubo de darse la vuelta como un calcetín.
La historia cristiana que arranca del acontecimiento de la Resurrección ha necesitado volver una y otra vez a este punto central, ciertamente paradójico: es la muerte y resurrección de Cristo la que realiza la única liberación radical, la única salvación personal e histórica verdaderamente sustancial, y ningún esfuerzo por establecer la justicia puede sustituir a ese hecho. Ahora bien, para los cristianos hubo de plantearse inmediatamente cómo moldeaba esta verdad central su forma de estar en el mundo, cómo habían de entender su relación con los diversos poderes de la época y con los ordenamientos de una ciudad de la que nunca quisieron segregarse (como bien revela la famosa Carta a Diogneto) y de la que siempre se han sentido protagonistas en la medida de sus posibilidades.
Dejando a un lado exageraciones unilaterales que siempre fueron adecuadamente corregidas y purificadas, la línea maestra del magisterio y del sentir eclesial fue siempre la de reconocer la autoridad civil constituida y colaborar con ella en cuanto fuera posible. Evidentemente no por instinto de sumisión, sino porque entendía que esa autoridad ocupaba un lugar en el designio de Dios para el hombre. Para los cristianos dicha autoridad nunca fue portadora del sentido de la vida, del bien y de la verdad, y por tanto no se le reconocía un valor sagrado, pero sí un valor relevante para el orden y la convivencia, como formularía de modo transparente San Agustín.
Bajo la guía de los grandes Padres y Maestros de la Iglesia antigua, con la experiencia viva de la fe encarnada en circunstancias históricas cambiantes, fue creciendo la conciencia eclesial de cómo habían de afrontar los cristianos todo tipo de vicisitudes: desde el asedio de los bárbaros a las leyes de la familia, la ayuda a los pobres, o la protección de las caravanas frente a los bandidos. Esto sucedió de un modo dinámico, nunca cerrado o completo; podríamos decir que se trataba de aproximaciones llenas de realismo y marcadas por una especie de ironía. Las leyes, las formas sociales o los ejércitos eran necesarios para la peregrinación terrena y debían ser continuamente plasmados y purificados por la experiencia de la fe, pero no eran una respuesta definitiva ni exhaustiva al problema del mal, de la inseguridad o de la infidelidad de los hombres. Sobre eso, el cristiano no se hacía ilusiones.
De hecho la centralidad de los mártires en la vida de las primeras comunidades cristianas recordaba siempre que sólo Cristo, que pasó por la muerte en cruz, es salvador del hombre y del mundo. La raíz del mal, tanto si anida en el corazón como si permea las entrañas de la convivencia social, es demasiado profunda como para ser vencida definitivamente con nuestro coraje y empeño, por otra parte siempre necesarios para intentar limitar sus consecuencias.
También hoy, ante la prepotencia del mal manifestado de tantas formas, los cristianos se sienten llamados a sumar brazos, inteligencia y corazón para establecer formas más adecuadas para la convivencia, para proteger a los inocentes y defender una ciudad más digna del hombre. Deben hacerlo apasionadamente y con toda la riqueza de sugerencias que fluye de la tradición cristiana, pero con la conciencia última de que sus intentos son siempre insuficientes y provisionales, porque sólo la potencia del Resucitado puede curar la enfermedad profunda que recorre la historia. Ambas dimensiones quedan ilustradas, por ejemplo, en la dramática circunstancia que viven ahora mismo las comunidades cristianas en Medio Oriente.
Joseph Ratzinger ha afrontado esta cuestión ampliamente y con profundo equilibrio. En su libro Fe, verdad, tolerancia, explica que los ordenamientos que podemos alcanzar son necesariamente relativos, y sólo en ese sentido pueden considerarse justos. Nuestra tarea en la construcción de la ciudad consiste en conservar el bien que ya se haya conseguido en cada momento, y en defendernos contra la irrupción de los poderes de la destrucción, que siempre vuelven. Al mismo tiempo, en sus catequesis del Año de la Fe, ya como Papa Benedicto XVI, subrayaba que «es la sangre de los mártires, el grito de la Madre Iglesia lo que hace caer a los falsos dioses» y permite así la transformación radical del mundo.
José Luis Restán/PáginasDigital.es
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