Oímos con frecuencia que nuestra sociedad tiende con gran facilidad al individualismo, donde cada hombre pretende ser el único autor de su vida. La autonomía, término que define la facultad de cada sujeto para establecer sus propias reglas, se presenta como uno de los valores fundamentales en toda sociedad moderna. Es decir, se considera como algo anticuado el que alguien me imponga reglas. Dependencia o sometimiento a ciertas normas o valores se perciben a menudo como conceptos más ligados a la esclavitud que a un estilo de vida propio del hombre actual. Sin embargo, en la historia de la salvación hay una palabra omnipresente para referirse a Dios: Señor. El Antiguo Testamento designa así al Padre y el Nuevo lo amplía al Hijo. Siguiendo esta estela, desde los primeros tiempos del cristianismo, las celebraciones litúrgicas de la Iglesia aclamarán y pedirán misericordia al Kyrios, vocablo griego que significa Señor, haciendo referencia a su señorío y victoria sobre la muerte. El domingo es también el Dies Domini, el día del Señor (Dominus). Este reconocimiento a alguien que dirige nuestra vida ha sido percibido en muchas ocasiones por los críticos con la fe como una infantilización de la vida del hombre o una continuación de un vasallaje propio de otras épocas. Al mismo tiempo supondría la negación de la verdadera libertad humana.
O Dios o el dinero
Las palabras que Jesús nos dirige hoy están cargadas de gran realismo. Directamente nos presenta las dos únicas alternativas en la vida: o Dios o el dinero. De una manera sencilla y clara nos enseña que por más que pensemos que es posible la autonomía absoluta del hombre, no es posible una libertad verdadera sin vínculos. Los dos «señores» del Evangelio de hoy no solo reflejan algo que podríamos deducir con facilidad: algo así como «dado que somos creyentes, debemos servir a Dios y no al dinero». Tampoco quedaría comprendido por completo el pasaje dando el paso más de sustituir dinero por cualquier otra atadura del hombre, como puede ser el afán de dominio o de poder sobre los demás. Tendríamos así la elección Dios o dinero, Dios o poder, Dios o mundanidad, etc. Lo realmente revelador es comprender que siempre serviremos a alguien, aunque queramos negarlo. Frente a una rebeldía adolescente, que piensa que ya ha llegado el momento de ser completamente libres, Jesús nos dice hoy que es inútil, que siempre estaremos sometidos, queramos o no. Si no servimos a Dios, serviremos a otros dioses.
¿Por qué os agobiáis?
Junto a las palabras del Señor sobre la inevitable alternativa, Jesús quiere fundamentar nuestro servir a Dios en el amor paternal del Padre celestial sobre lo que ha creado. Del mismo modo que en la primera lectura de hoy escuchamos: «¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta? […] aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (Is 49, 15), Jesús nos invita a abandonarnos por completo en los brazos de Dios, que jamás se olvida de nosotros. El Señor presenta el agobio, probablemente la palabra más reiterada en esta página evangélica, como algo propio de los paganos. Ciertamente, si el único horizonte del hombre son bienes que hoy están y mañana pueden desaparecer o no ser de la misma calidad, tales como el vestido, la comida o la bebida, no es extraño que aparezca el agobio o la angustia. Jesús presenta a Dios también como el dueño absoluto de la vida. Por eso, aunque el paso de los años provoque un deterioro creciente en nuestras capacidades físicas o mentales, nuestra actitud debe ser siempre la de la confianza total en ese Señor que no abandona la mayor obra de la Creación, del mismo modo que un padre o una madre, en su sano juicio, no se olvidan jamás del hijo al que le han transmitido la vida. En definitiva, solo es posible servir y buscar a Dios y su Reino, si anteriormente nos hemos puesto con confianza en sus manos.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Alfa y Omega
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