Continuamos con las celebraciones litúrgicas del tiempo de Navidad. En el pasaje del Evangelio de la Misa del día del 25 de diciembre, tomado del prólogo del Evangelio según san Juan, nada se decía de los detalles que rodearon el nacimiento de Cristo. Hoy, por el contrario, el evangelista Lucas nos presenta al Niño Jesús acostado en el pesebre, en una descripción que provoca gran ternura y que sitúa en nuestra mente la estampa del portal de Belén, tal y como lo contemplamos en nuestras casas y calles. Ciertamente, Lucas trata de introducirnos a través de estas imágenes en la mirada detenida hacia el Misterio que estamos celebrando durante estos días. De hecho, este fragmento evangélico ya fue proclamado en la Misa de la aurora del día de Navidad, aunque sin el último párrafo, que alude a los ocho días y a la circuncisión e imposición del nombre. Pero no se trata de una mera repetición: hay dos períodos en el año, la Pascua y la Navidad, en los que durante ocho días la Iglesia nos invita particularmente a detenernos y admirar lo que celebramos. Así pues, durante la semana siguiente a cada una de estas dos fiestas, la liturgia quiere prolongar de manera especial la celebración del día principal, para, con ello, subrayar y rumiar el acontecimiento celebrado.
El entusiasmo de los pastores
Como si de un belén viviente se tratara, encontramos al Niño, a María y a José. Pero también están presentes, desempeñando un papel activo, los pastores. Tras recibir, por parte de los ángeles, el anuncio del nacimiento del Salvador, «fueron corriendo hacia Belén», «contaron lo que se les había dicho de aquel Niño» y daban «gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto». Frente a los pastores se encuentran los destinatarios de su mensaje, que «se admiraban». De este modo, a través de estos versículos no solo se nos pone ante un Misterio, sino que lo que los pastores han «oído y visto» les confirma, al igual que a los discípulos de Juan Bautista, que el Reino de los cielos ha comenzado. Se les ha concedido el don de percibir que algo ha cambiado en la historia. El ser testigos de un acontecimiento de tal magnitud provoca en ellos el deseo de difundirlo y de celebrarlo «dando gloria y alabanza a Dios».
La acogida del cristiano
De María se nos dice que «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». En la Octava de Navidad celebramos la solemnidad de Santa María, Madre de Dios. María se presenta ante nosotros como la que «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». Con estas palabras, el evangelista nos muestra la singular relación materna con su Hijo. Ella pone de manifiesto que es imprescindible que el Misterio que estamos celebrando sea acogido por parte del creyente. Se trata de algo que es preciso ir descubriendo poco a poco, con tranquilidad y sosiego. Aunque es necesario, no basta con tener el entusiasmo de los pastores. No es suficiente con anunciar la Navidad, ni siquiera con celebrarla externamente. Para vivir con sentido pleno y huir de la superficialidad en las fiestas de estos días, debemos hacer nuestro, como María, el Misterio que hemos visto, proclamado y celebrado.
El Evangelio de hoy concluye con la alusión a la preceptiva circuncisión de Jesús, que debía hacerse a los ocho días del nacimiento. Este era el momento en el que a los niños se les ponía el nombre. Aunque el nombre del Niño había sido ya elegido por el ángel en el momento de la Anunciación, ahora es cuando se le impone realmente. El nombre Jesús hace referencia a su misión de salvador. Y este es el motivo último por el que, siguiendo el ejemplo de María, acogemos a Jesús: en él está nuestra salvación.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Alfa y Omega
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