“Jesús da a conocer claramente esta misión suya de librar al hombre del mal y, antes que nada del pecado, mal espiritual. Es una misión que comporta y explica su lucha con el espíritu maligno que es el primer autor del mal en la historia del hombre.
Como leemos en los Evangelios, Jesús repetidamente declara que tal es el sentido de su obra y de la de sus Apóstoles. Así, en Lucas: “Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Yo os he dado poder para andar... sobre todo poder enemigo y nada os dañará” (Lc 10, 18-19). Y según Marcos, Jesús, después de haber constituido a los Doce, les manda “a predicar, con poder de expulsar a los demonios” (Mc 3, 14-15). Según Lucas, también los setenta y dos discípulos, después de su regreso de la primera misión, refieren a Jesús: “Señor, hasta los demonios se nos sometían en tu Nombre” (Lc 10, 17).
Así se manifiesta el poder del Hijo del hombre sobre el pecado y sobre el autor del pecado. El nombre de Jesús, que somete también a los demonios, significa Salvador.
Sin embargo, esta potencia salvífica alcanzará su cumplimiento definitivo en el sacrificio de la cruz. La cruz sellará la victoria total sobre Satanás y sobre el pecado, porque éste es el designio del Padre, que su Hijo unigénito realiza haciéndose hombre: vencer en la debilidad, y alcanzar la gloria de la resurrección y de la vida a través de la humillación de la cruz. También en este hecho paradójico resplandece su poder divino, que puede justamente llamarse la “potencia de la cruz”. (...)
Sí, todos los “milagros, prodigios y señales” de Cristo están en función de la revelación de Él como Mesías, de El como Hijo de Dios: de Él, que, solo, tiene el poder de liberar al hombre del pecado y de la muerte, de Él que verdaderamente es el Salvador del mundo”.
(De la catequesis de San Juan Pablo II el 25-11-1987)
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