Nacido en Toledo, no se sabe con certeza si en el 606 o en el 607, Ildefonso era hijo de los nobles visigodos Esteban y Lucía; era, asimismo, sobrino de San Eugenio III, a cuya vera se formó. Al empezar su edad adolescente, fue enviado a Sevilla a estudiar en la Escuela de San Isidoro, en la que profundizó sus conocimientos en Filosofía y Humanidades. Tanto se encariñó el Santo sabio del joven Ildefonso, que intentó retenerle, sin éxito, en la ciudad hispalense.
De vuelta a Toledo, hacia el año 632, ingresó en el Monasterio Agaliense, una decisión que desembocó en un fuerte enfrentamiento con su padre: Esteban no dudo en invadir el convento con la intención de secuestrar a su hijo, pero éste logró esconderse. Al final, su madre logró convencerle del buen camino que había elegido Ildefonso. Ya monje, pudo dedicarse a la oración y al estudio.
De un monasterio a otro: los monjes de San Cosme y San Damián le eligieron como abad, dignidad que desempeñó con brillantez. No obstante, su creciente importancia no le hizo perder el sentido de la caridad y, con la herencia de sus padres, fundó un convento de monjas en un lugar llamado Deibia o Deisla. En 659, aceptó, no sin ciertas reservas, suceder a San Eugenio como arzobispo de Toledo. Sin embargo, el principal legado de San Ildefonso es su prolífica producción teológica, de rasgos marianos y sacramentarios.
J.M. Ballester Esquivias (@jmbe12)
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