“A la comunicación sobre la concepción del niño en virtud del Espíritu Santo, sigue un encargo: María «dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados» (Mt 1,21). Junto a la invitación de tomar con él a María como su mujer, José recibe la orden de dar un nombre al niño, adoptándolo así legalmente como hijo suyo.
Es el mismo nombre que el ángel había indicado también a María para que se lo pusiera al niño: el nombre Jesús (Jeshua) significa YHWH es salvación. El mensajero de Dios que habla a José en sueños aclara en qué consiste esta salvación: «Él salvará a su pueblo de los pecados.»
Con esto se asigna al niño un alto cometido teológico, pues sólo Dios mismo puede perdonar los pecados. Se le pone por tanto en relación inmediata con Dios, se le vincula directamente con el poder sagrado y salvífico de Dios.
Pero, por otro lado, esta definición de la misión del Mesías podría también aparecer decepcionante. La expectación común de la salvación estaba orientada sobre todo a la situación penosa de Israel: a la restauración del reino davídico, a la libertad e independencia de Israel y, con ello, también naturalmente al bienestar material de un pueblo en gran parte empobrecido.
La promesa del perdón de los pecados parece demasiado poco y a la vez excesivo: excesivo porque se invade la esfera reservada a Dios mismo; demasiado poco porque parece que no se toma en consideración el sufrimiento concreto de Israel y su necesidad real de salvación.
En el fondo, en estas palabras se anticipa ya toda la controversia sobre el mesianismo de Jesús: ¿Ha redimido verdaderamente a Israel? ¿Acaso no ha quedado todo como antes? La misión, tal como Él la ha vivido, ¿es o no la respuesta a la promesa? Seguramente no se corresponde con la expectativa de la salvación mesiánica inmediata que tenían los hombres, que se sentían oprimidos no tanto por sus pecados, cuanto más bien por su penuria, por su falta de libertad, por la miseria de su existencia.
Jesús mismo ha suscitado drásticamente la cuestión sobre la prioridad de la necesidad humana de redención en aquella ocasión en que cuatro hombres, a causa del gentío, no podían introducir al paralítico por la puerta y lo descolgaron por el techo, poniéndolo a sus pies. La propia existencia del enfermo era una oración, un grito que clamaba salvación, un grito al que Jesús, en pleno contraste con las expectativas del enfermo mismo y de quienes lo llevaban, respondió con estas palabras: «Hijo, tus pecados quedan perdonados» (Mc 2,5).
La gente no se esperaba precisamente esto. No encajaba con sus intereses. El paralítico debía poder andar, no ser liberado de los pecados. Los escribas impugnaban la presunción teológica de las palabras de Jesús; el enfermo y los hombres a su alrededor estaban decepcionados, porque Jesús parecía hacer caso omiso de la verdadera necesidad de este hombre.
Pienso que toda la escena es absolutamente significativa para la cuestión de la misión de Jesús, tal como se describe por primera vez en la palabra del ángel a José. Aquí se tiene en cuenta tanto la crítica de los escribas como la expectativa silenciosa de la gente. Que Jesús es capaz de perdonar los pecados lo muestra ahora mandando al enfermo, ya curado, que tome su camilla y eche a andar. No obstante, de esta manera queda a salvo la prioridad del perdón de los pecados como fundamento de toda verdadera curación del hombre.
El hombre es un ser relacional. Si se trastoca la primera y fundamental relación del hombre —la relación con Dios— entonces ya no queda nada más que pueda estar verdaderamente en orden. De esta prioridad se trata en el mensaje y el obrar de Jesús. Él quiere en primer lugar llamar la atención del hombre sobre el núcleo de su mal y hacerle comprender: Si no eres curado en esto, no obstante todas las cosas buenas que puedas encontrar, no estarás verdaderamente curado.
En este sentido, la explicación del nombre de Jesús que se indicó a José en sueños es ya una aclaración fundamental de cómo se ha de concebir la salvación del hombre, y en qué consiste por tanto la tarea esencial del portador de la salvación.
En Mateo, al anuncio del ángel a José sobre la concepción y nacimiento virginal de Jesús, siguen dos afirmaciones integrantes.
El evangelista muestra en primer lugar que con ello se cumple todo lo que había anunciado la Escritura. Esto forma parte de la estructura fundamental de su Evangelio: proporcionar a todos los acontecimientos esenciales una «prueba de la Escritura»; dejar claro que las palabras de la Escritura aguardaban dichos acontecimientos, los han preparado desde dentro. Así, Mateo enseña cómo las antiguas palabras se hacen realidad en la historia de Jesús. Pero muestra al mismo tiempo que la historia de Jesús es verdadera, es decir, proviene de la Palabra de Dios, y está sostenida y entretejida por ella.
Después de la cita bíblica, Mateo completa la narración. Refiere que José se despertó y procedió como le había mandado el ángel del Señor. Llevó consigo a María, su esposa, pero, «sin haberla conocido», ella dio a luz al hijo. Así se subraya una vez más que el hijo no fue engendrado por él, sino por el Espíritu Santo. Por último, el evangelista añade: «Él le puso por nombre Jesús» (Mt 1,25).
También aquí, y de modo muy concreto, se nos presenta de nuevo a José como «hombre justo»: su estar interiormente atento a Dios —una actitud gracias a la cual puede acoger y comprender el mensaje— se convierte espontáneamente en obediencia. Si antes se había puesto a cavilar con su propio talento, ahora sabe lo que es justo y lo que debe hacer. Como hombre justo, sigue los mandatos de Dios, como dice el Salmo 1”.
(Del libro de Benedicto XVI “La infancia de Jesús”)
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