Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy es la parábola de los talentos... Relata la historia de un hombre que, antes de partir para un viaje, convocó a sus siervos y les confió su patrimonio (...) Durante la ausencia del patrón, los tres siervos tenían que hacer fructificar ese patrimonio. (...) Al regresar el patrón, los dos primeros recibieron la alabanza y la recompensa, mientras que el tercero, que restituyó sólo la moneda recibida, fue reprendido y castigado.
Es claro el significado de esto. El hombre de la parábola representa a Jesús, los siervos somos nosotros y los talentos son el patrimonio que el Señor nos confía. ¿Cuál es el patrimonio? Su Palabra, la Eucaristía, la fe en el Padre celestial, su perdón... en definitiva, muchas cosas, sus bienes más preciosos.
Este es el patrimonio que Él nos confía. No sólo para custodiar, sino para fructificar. Mientras que en el uso común el término «talento» indica una destacada cualidad individual —por ejemplo el talento en la música, en el deporte, etc.—, en la parábola los talentos representan los bienes del Señor, que Él nos confía para que los hagamos fructificar.
El hoyo cavado en la tierra por el «siervo negligente y holgazán» indica el miedo a arriesgar que bloquea la creatividad y la fecundidad del amor. Porque el miedo a los riesgos del amor nos bloquea. Jesús no nos pide que conservemos su gracia en una caja fuerte. Jesús no nos pide esto, sino más bien quiere que la usemos en beneficio de los demás. Todos los bienes que hemos recibido son para darlos a los demás, y así crecen.
Es como si nos dijera: «Aquí tienes mi misericordia, mi ternura, mi perdón: tómalos y haz amplio uso de ello». Y nosotros, ¿qué hemos hecho con ello? ¿A quién hemos «contagiado» con nuestra fe? ¿A cuántas personas hemos alentado con nuestra esperanza? ¿Cuánto amor hemos compartido con nuestro prójimo? Son preguntas que nos hará bien plantearnos.
Cualquier ambiente, incluso el más lejano e inaccesible, puede convertirse en lugar donde fructifiquen los talentos. No existen situaciones o sitios que sean obstáculo para la presencia y el testimonio cristiano. El testimonio que Jesús nos pide no es cerrado, es abierto, depende de nosotros.
Esta parábola nos alienta a no esconder nuestra fe y nuestra pertenencia a Cristo, a no sepultar la Palabra del Evangelio, sino a hacerla circular en nuestra vida, en las relaciones, en las situaciones concretas, como fuerza que pone en crisis, que purifica y renueva. Así también el perdón que el Señor nos da especialmente en el sacramento de la Reconciliación: no lo tengamos cerrado en nosotros mismos, sino dejemos que irradie su fuerza, que haga caer los muros que levantó nuestro egoísmo, que nos haga dar el primer paso en las relaciones bloqueadas, retomar el diálogo donde ya no hay comunicación... Y así sucesivamente. Hacer que estos talentos, estos regalos, estos dones que el Señor nos dio, sean para los demás, crezcan, produzcan fruto, con nuestro testimonio.
Creo que hoy sería un hermoso gesto que cada uno de vosotros tomara el Evangelio en casa (...) y meditara un poco: «Los talentos, las riquezas, todo lo que Dios me ha dado de espiritual, de bondad, la Palabra de Dios, ¿cómo hago para que crezcan en los demás? ¿O sólo los cuido en la caja fuerte?».
Además, el Señor no da a todos las mismas cosas y de la misma forma: nos conoce personalmente y nos confía lo que es justo para nosotros; pero en todos, en todos hay algo igual: la misma e inmensa confianza. Dios se fía de nosotros, Dios tiene esperanza en nosotros. Y esto es lo mismo para todos. No lo decepcionemos.
No nos dejemos engañar por el miedo, sino devolvamos confianza con confianza. La Virgen María encarna esta actitud de la forma más hermosa y más plena. Ella recibió y acogió el don más sublime, Jesús en persona, y a su vez lo ofreció a la humanidad con corazón generoso. A ella le pedimos que nos ayude a ser «siervos buenos y fieles», para participar «en el gozo de nuestro Señor».
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