En momentos difíciles, una actitud religiosa es recurrir a la súplica, al grito de auxilio, a la oración para pedir que se resuelva la prueba, sane el enfermo, se reconcilien las personas… Y si no sucede según nuestra necesidad y solicitud, es posible que surja la duda sobre la eficacia de la oración, y hasta la duda de la fe en la bondad de Dios. Así habla el profeta en su desesperanza: “¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré: «Violencia», sin que me salves? ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?”
Pero quizá, lo más cierto es que seamos nosotros los que no sepamos comprender el mensaje que contiene el acontecimiento que nos parece negativo. El salmista nos invita a estar atentos: “Ojalá escuchéis hoy su voz: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras.”
La duda y hasta la tentación de pensar que Dios no nos oye cuando le exponemos nuestras necesidades, cabe que se convierta en denuncia, según el Evangelio. “Los apóstoles le pidieron al Señor: -«Auméntanos la fe.» El Señor contestó: -«Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: "Arráncate de raíz y plántate en el mar." Y os obedecería”.
La fe es la que mueve las montañas; por su fe los patriarcas y los profetas obtuvieron la bendición de Dios. María es la mujer creyente, que se convirtió en Madre de Dios por su fe en la Palabra. El ciego de Jericó, el leproso samaritano, la mujer cananea, el criado del centurión se curaron por la fe que tuvieron en Jesús.
San Pablo, en su carta a Timoteo, amonesta al discípulo con palabras que bien podríamos aplicarnos: “Reaviva el don de Dios, que recibiste cuando te impuse las manos”. Aunque el apóstol se puede referir al ministerio ordenado, todos hemos recibido en el bautismo el don de la fe, y si hemos sido confirmados, también se nos impusieron las manos para confirmarnos en ella.
Cuando parece que Dios no nos oye, o tarda en responder, es momento de acrisolar la fe, de dar crédito a la bondad divina, de no dudar de su misericordia, de gozar la experiencia de que tratamos con Él por amor, y con confianza.
Ángel Moreno de Buenafuente
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