A Jesús de Nazaret, Dios lo ha acreditado “con milagros, prodigios y señales”. (…)
El Hijo del hombre con su enseñanza daba a conocer que era verdadero Dios-Hijo, que era con el Padre “una sola cosa” (cf. Jn 10, 30). Su palabra estaba acompañada por “milagros, prodigios y señales”. Estos hechos acompañaban a las palabras no sólo siguiéndolas para confirmar su autenticidad, sino que muchas veces las precedían, tal como nos dan a entender los Hechos de los Apóstoles cuando hablan de “todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio” (Act 1, 1).
Eran esas mismas obras, y particularmente “los prodigios y señales”, los que testificaban que “el reino de Dios estaba cercano” (cf. Mc 1, 15), es decir, que había entrado con Jesús en la historia terrena del hombre y empujaba para entrar en cada espíritu humano. Al mismo tiempo testificaban que Aquél que las realizaba era verdaderamente el Hijo de Dios. (…)
Estos hechos no sólo son atestiguados y narrados por los Apóstoles y por los discípulos de Jesús, sino que también son confirmados en muchos casos por sus adversarios. Es muy significativo que estos últimos no negaran los milagros realizados por Jesús, sino que más bien pretendieran atribuirlos al poder del “demonio”.
En efecto, decían: “Está poseído de Beelcebul, y por virtud del príncipe de los demonios echa a los demonios” (Mc 3, 22; cf. también Mt 8, 32; 12, 24; Lc 11, 14-15). Y es conocida la respuesta de Jesús a esta objeción, demostrando su íntima contradicción: “Si, pues, Satanás se levanta contra sí mismo y se divide, no puede sostenerse, sino que ha llegado a su fin” (Mc 3, 26).
Pero lo que en este momento cuenta más para nosotros es el hecho de que tampoco los adversarios de Jesús pueden negar sus “milagros, prodigios y signos” como realidad, como “hechos” que verdaderamente han sucedido. (…)
Por lo demás, cuando el Apóstol Pedro, el día de Pentecostés, da testimonio de toda la misión de Jesús de Nazaret, acreditada por Dios por medio de “milagros, prodigios y señales”, no puede más que recordar que el mismo Jesús fue crucificado y resucitado (Act 2, 22-24). Así indica el acontecimiento pascual en el que se ofreció el signo más completo de la acción salvadora y redentora de Dios en la historia de la humanidad.
Podríamos decir que en este signo se contiene el “anti-milagro” de la muerte en cruz y el “milagro” de la resurrección -milagro de milagros- que se funden en un solo misterio, para que el hombre pueda leer hasta el fondo la autorrevelación de Dios en Jesucristo y, adhiriéndose con la fe, entrar en el camino de la salvación.
(Catequesis de la Audiencia General del 11-11-1987)
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