“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo” (Lucas 10, 27), es la respuesta diáfana que retumba en el corazón del cristiano cuando preguntamos sobre cómo ha de ser nuestro actuar.
Es el mandamiento que brota de la misericordia de Dios, e impulsa a la compasión para levantar, acompañar y sanar al prójimo como lo recuerda Jesucristo en la parábola del buen samaritano (Lucas 10, 25-37), que no hace distinción de prójimo sino de verdadera compasión para amar con rectitud.
“En los gestos y en las acciones del buen samaritano reconocemos el actuar misericordioso de Dios en toda la historia de la salvación. Es la misma compasión con la que el Señor viene al encuentro de cada uno de nosotros: Él no nos ignora, conoce nuestros dolores, sabe cuánto necesitamos ayuda y consuelo. Nos está cerca y no nos abandona nunca”, decía el Papa Francisco en una catequesis durante el Año de la Misericordia (27-IV-2016).
De esta reflexión del Papa podemos alertarnos de una característica fundamental, la compasión, y una tentación, la indiferencia. Si amamos como Dios nos ama, podremos comprender y compadecernos del prójimo en sus necesidades, distanciándonos del peligro de ignorar a quien sufre a la orilla de camino.
Con los sentimientos de Cristo, estamos llamados cada día ha preguntarnos ¿quién es mi prójimo? para compadecernos como el samaritano que levanta, acompaña y sana a quien consigue en el camino para dignificarle con el amor de Dios que no estable diferencias entre los hombres, sino que los une en su amor.
Dice la parábola: “un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se compadeció. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo” (Lucas 10, 33-34).
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