Estaba tan tranquilo mi Señor, que pensaba
que ya nada malo me podía volver a ocurrir. Tenía una alegría sincera, y no era
la felicidad de tener todo bajo control, sino la extraña sensación de haber
sido capaz de llegar a un puerto seguro. Como un barco que logra lanzar el
ancla en una bahía abrigada de los vientos del mar abierto, para poder poner el
pie en tierra y buscar el calor de una casa acompañada de buena comida y
amigos. Amigos que me hagan sentir seguro, amado y esperado.
Y de repente, mi Señor, la tormenta se
echó sobre mí con toda su fuerza, una vez más. Imprevistamente me encontré en
mar abierto, arrancado del calor del hogar para sentir nuevamente la confusión
de haber perdido la seguridad, la paz, el cobijante calor del hogar. No quiero
pasar por esto, no estoy preparado, porque la herida que sufrí la vez anterior
todavía no ha sanado, aun me duele y ya estoy nuevamente expuesto a una nueva
herida, quizás peor que las anteriores.
La tormenta arrecia, por fuera y dentro
mío también, aquí mismo. Los golpes se suceden uno tras otro, es difícil de
explicar lo difícil que es sentir que me has abandonado Señor. A pesar de que
te he visto a mi lado tantas veces, ahora estas tan lejos que ni siquiera tengo
certeza de que pueda volverte a oír, y hasta me asaltan dudas de que realmente existas.
En el vacío del abandono, en medio de la noche más negra de mi alma, la
tormenta hace destrozos y arranca sentimientos de enojo, de furia, que
rápidamente se disipan para dar lugar al miedo, a la desesperación, a la muerte
de la fe. El viento destructor es tan frío que mata todo lo que toca, deja una sensación de vacío y silencio interior semejante a una roca cubierta de
escarcha y hielo. Toco y busco vida, pero el vacío en mi pecho parece decirme
que todo está perdido, que ya no hay esperanza. Un corazón muerto, yermo.
En ese punto límite cuestiono todo lo que siempre me has enseñado, Señor.
Hasta dudo de mis diálogos contigo, quizás fueron pérdida de tiempo y signo de
locura. Si, empiezo a creer que Tus Caminos fueron un engaño, una falsa idea
instalada en mi mente. Quizás Tu Palabra fue un espejismo de mi imaginación,
porque aquí ya no hay nada, solo esta tormenta tremenda que arranca y rompe
todo lo que me dio seguridad en el pasado.
Y justamente cuando más arrecia la
tormenta, cuando he decidido solo confiar en mis propias fuerzas, es que veo el
engaño al que he sido arrojado, una vez más. Ya no esperaba nada, solo me
dejaba mecer por los golpes que una y otra vez me sacudían como una hoja
muerta. Y sin embargo algo se encendió dentro de mí, una pequeña luz, una
chispa en medio de la oscuridad. Creí que era solo mi imaginación, pero
no, allí estaba nuevamente. Un anhelo de seguir, una repentina ilusión de
levantarme y hacer frente al viento arrasador. El hielo que cubre mi alma
empieza a transformarse en agua, quiere derretirse ante el calor que asoma por
debajo de la carne de mi corazón, que quiere volver a latir.
Esa luz repentina que pones en medio de
la tormenta, ese calor casi imperceptible que hace latir nuevamente a mi
corazón, ese renacer de la esperanza cuando todo está perdido. ¡Debes ser Tú,
mi Señor! No hay otro que pueda hacer eso, nadie puede imponerse a la
desesperanza como Tú, porque Tú eres la Esperanza misma. No es que no arrecie
la tormenta, es solo que sé bien que Tú eres el Dios de las tormentas, Tú las
haces y las deshaces y no hay fuerza o contrariedad que pueda superar a Tu
Voluntad.
¡Señor, aquí está Tu siervo, Tu siervo
Te escucha mi Señor, ¡rescátame de este pozo de desesperación!
Y suavemente te digo al oído, cuando te
pones a mi lado: Una Palabra tuya bastará para sanarme, Señor. No hace falta
que entres a mi casa, porque mi fe se ha restablecido y ya no confiaré Ancla en
mis fuerzas, sino solo en Tu Poder, mi Dios. Mi alma canta, se alegra por todas
Tus maravillas, porque iluminaste mi noche y te impusiste a mis miedos. ¡Ya no
temo a la tormenta que ruge a mi alrededor! Sé que nada ocurre sin que Tú así
lo permitas, o lo desees. Por eso confío en que nada me puede pasar, a mí que
soy Tu siervo, Tu hermano, Tu hijo.
Mi Señor, cuando más arrecia la
tormenta, más feliz me siento de ser capaz de confiar en Tu Presencia, en Tu
cuidado. Los vientos arrasadores solo alimentan mi alegría de saberme amado por
Ti, de saberme Tu hermano, de poder compartir el dolor del Dios del Dolor. Dame
Señor de lo que necesito, Tú me conoces en lo más profundo de mi corazón, hurga
en mi alma ennegrecida y pon allí el brillo de Tu Amor para que la aurora me
encuentre aferrado a Ti.
Autor: Oscar Schmidt
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