«Apóstol de
Roma, heraldo de la alegría que derrochó en todo su quehacer impregnando los
suburbios de la Ciudad Eterna donde conquistó a niños, jóvenes y adultos.
Rehusó el cardenalato diciendo que prefería el paraíso»
Este prodigio de caridad advirtió: «Quien quiera algo que no sea
Cristo, no sabe lo que quiere; quien pida algo que no sea Cristo, no sabe lo
que pide; quien no trabaje por Cristo, no sabe lo que hace». Nació en
Florencia, Italia, el 22 de julio de 1515. Su padre era notario; procedía de
una familia que había gozado de una excelente posición. Enviudó pronto y se
casó de nuevo. Su segunda esposa fue como una madre para sus hijos. Felipe era
un niño obediente y amable que cultivaba la oración. De su padre heredó el amor
por la lectura. Vivían cerca del monasterio dominico de San Marco, que le
gustaba frecuentar, y con el testimonio de los frailes se sintió impulsado a
encarnar tan altos ideales religiosos.
Hacia los 18 años su padre le envió a San Germano para
que aprendiera el oficio de un primo suyo que era mercader. Felipe lo dejó muy
pronto para ir en pos de elevados anhelos. Retirado a Montecassino para orar,
vio claramente su vocación. Se fue a Roma en 1533 sin dinero ni proyecto
alguno, confiando únicamente en la Providencia. Nada dijo a su padre ni aceptó
ayuda de parientes. Se alojó en la casa de Galeotto Caccia, un aduanero
florentino, y contribuyó a sufragar los gastos educando a sus hijos. Escribía
poesías, pero casi todas ellas las quemó antes de morir junto a otros escritos
que redactó. En 1535 comenzó a estudiar filosofía en la Sapienza y teología con
los agustinos. Juzgando que sabía lo suficiente, vendió sus libros y entregó
las monedas que le dieron a los pobres. Prefería los solitarios claustros y
recintos, como las catacumbas, que le traían el aroma de la fe genuina por la
que derramaron su sangre tantos cristianos.
Aparcó sus estudios, pero sorprendía a los sabios con
la profundidad y claridad de su conocimiento teológico. Se centró en el
apostolado que inició con visitas a los hospitales, invitando a otros a
acompañarle. Luego añadió tiendas, almacenes, bancos y lugares públicos de
Roma. Alegre, simpático, jovial, con proverbial sentido del humor, siempre
dejaba caer alguna palabra sobre el amor de Dios. Saludaba a sus conocidos
diciendo: «Y bien, hermanos, ¿cuándo vamos a empezar a ser mejores?». Su vida
apostólica se caracterizó por la relación entrañable y directa con las
personas. Dejaba en ellas el poso de un trato paternal, dulce y, a la par
exigente, buscando conducirlas a Dios a través de la confianza en Él, con la
sencillez evangélica y el gozo que proporciona vivir la unión divina.
En torno a 1544 conoció a Ignacio de Loyola. En un
primer momento le guió la intención de seguir sus pasos, pero después decidió
centrarse en el apostolado que estaba realizando. Vivía austeramente, se
alimentaba de pan, aceitunas y agua, y en su cuarto solo había una cama,
algunas sillas y una cuerda para colgar la ropa. Solía disciplinarse con
pequeñas cadenas. Sufrió grandes pruebas y tentaciones. Al atardecer se
retiraba para orar en la iglesia de San Eustachio. A veces pasaba la noche al
raso. Una de ellas, la víspera de Pentecostés de 1544, hallándose en las
catacumbas de San Sebastián quedó sellado místicamente por el Espíritu Santo.
Vio descender del cielo un globo de fuego que penetrando por su boca le dejó el
pecho henchido de amor, y pidió a Dios que cesase esta gracia porque no podía
soportar tal efusión mística. Al morir verían que tenía dos costillas rotas que
se combaron para dejar espacio al corazón. Estos arrebatos fueron frecuentes e
intensos, tanto que las palpitaciones de esta víscera podían oírlas otros.
Su confesor, el padre Persiano Rossa, con el que
inmediatamente congenió y con el que compartía similares afanes, le indujo a
ser sacerdote. En 1548 ambos fundaron la cofradía de la Santísima Trinidad para
los peregrinos. Felipe se ordenó en mayo de 1551, con 36 años. A su apostolado
habitual añadió el confesionario al que dedicaba muchas horas. Con su inspirado
juicio enseñaba a los penitentes el valor de la oración. Decía: «Un hombre sin
oración es un animal sin razón». Sus misas duraban horas. En sus conversaciones
espirituales aconsejaba la lectura de vidas de santos y de misioneros. Luego
les llevaba a visitar al Santísimo, y si se animaban les invitaba a cuidar
enfermos.
Vivía en San Girolamo della Carità donde residían
virtuosos sacerdotes. La espiritualidad que vinculaba a todos los penitentes
que atendía tenía como eje central la comunión, la oración y otras acciones
complementarias entre las que Felipe introdujo la exposición mensual del
Santísimo en la iglesia de San Salvatore in Campo. Todo ello fue germen del
Oratorio. Entre sus primeros discípulos se hallaban Cesare Baronio, sucesor
suyo, y Francesco María Tarugo. Ambos fueron cardenales. Su ímpetu apostólico
dejaba traslucir el vigor de la primera caridad que permanecía intacta en su
corazón. Llevado del afán que guía a todos los santos impulsó en sus seguidores
el hábito de recorrer las 7 iglesias orando en ellas, como hacía él. Era una
actividad abierta a sacerdotes, religiosos y laicos, que fue dejando tras de sí
una fecunda estela. Pero no fue del agrado del cardenal Rosaro, vicario de
Pablo IV, que le acusó de formar una secta; se le prohibió confesar y predicar.
En 1564 el pontífice le dio su apoyo. Y en 1572 lo
designaron párroco de San Giovanni dei Fiorentini, que atendió sin abandonar
San Girolamo. Fue en 1575, con la venia de Gregorio XIII, cuando él y los
sacerdotes del Oratorio contaron con su propio templo, Santa María in
Vallicella, que hubo de reconstruir porque se hallaba en estado ruinoso. Felipe
siguió en su residencia habitual hasta 1583 momento en tuvo que abandonarla por
obediencia al pontífice para iniciar esa obra. En 1590 Sixto V le ofreció el
cardenalato, que rehusó diciendo: «Prefiero el paraíso». Fue adornado con dones
extraordinarios, entre otros, además de los milagros, el de penetración de
espíritus. Murió el 26 de mayo de 1595. Había sido aclamado ya como «apóstol de
Roma». Pablo V lo beatificó el 11 de mayo de 1615, y Gregorio XV lo canonizó el
12 de marzo de 1622.
(ZENIT – Madrid)
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