¡Queridos
hermanos y hermanas, buenos días!
El Evangelio de hoy nos vuelve a llevar al Cenáculo. Durante la Última
Cena, antes de enfrentar a la pasión y la muerte en la cruz, Jesús promete a
los Apóstoles el don del Espíritu Santo, que tendrá la tarea de enseñar y de
recordar sus palabras a la comunidad de los discípulos. Lo dice el mismo Jesús:
« El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les
enseñará todo y les recordará lo que les he dicho» (Jn 14,26). ).
Enseñar y recordar. Y esto es aquello que hace el Espíritu Santo en
nuestros corazones.
En el momento en el que está por regresar al Padre, Jesús preanuncia la
venida del Espíritu que ante todo enseñará a los discípulos a comprender
cada vez más plenamente el Evangelio, a acogerlo en su existencia y a hacerlo
vivo y operante con el testimonio. Mientras está por confiar a los Apóstoles –
que justamente quiere decir “enviados” – la misión de llevar el
anuncio del Evangelio por todo el mundo, Jesús promete que no se quedarán
solos: el Espíritu Santo, el Paráclito, estará con ellos, a su lado, es
más, estará en ellos, para defenderlos y sostenerlos. Jesús regresa al Padre
pero continúa acompañando y enseñando a sus discípulos mediante el don del
Espíritu Santo.
El segundo aspecto de la misión del Espíritu Santo consiste en el ayudar a
los Apóstoles a recordar las palabras de Jesús. El Espíritu tiene la
tarea de despertar la memoria, recordar las palabras de Jesús. El divino
Maestro ha comunicado ya todo aquello que pretendía confiar a los Apóstoles:
con Él, Verbo encarnado, la revelación es completa. El Espíritu hará recordar
las enseñanzas de Jesús en las diversas circunstancias concretas de la vida,
para poderlas poner en práctica. Es precisamente lo que sucede todavía hoy en
la Iglesia, guiada por la luz y la fuerza del Espíritu Santo, para que pueda
llevar a todos el don de la salvación, o sea el amor y la misericordia de Dios.
Por ejemplo, cuando ustedes leen todos los días – como les he aconsejado – un
pasaje del Evangelio, pedir al Espíritu Santo: “Que yo entienda y que yo
recuerde estas palabras de Jesús”. Y luego leer el pasaje, todos los días… Pero
antes aquella oración al Espíritu, que está en nuestro corazón: “Que yo
recuerde y que yo entienda”.
¡No estamos solos: Jesús está cerca de nosotros, en medio de nosotros,
dentro de nosotros! Su nueva presencia en la historia ocurre mediante el don
del Espíritu Santo, por medio del cual es posible instaurar una relación viva
con Él, el Crucificado Resucitado. El Espíritu, difundido en nosotros con los
sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, actúa en nuestra vida. Él
nos guía en la forma de pensar, de actuar, de distinguir qué cosa es buena y
qué cosa es mala; nos ayuda a practicar la caridad de Jesús, su donarse a
los demás, especialmente a los más necesitados.
¡No estamos solos! Y la señal de la presencia del Espíritu Santo es también
la paz que Jesús dona a sus discípulos: «Les doy mi paz» (v. 27). Ella es
diferente de aquella que los hombres se desean e intentan realizar. La
paz de Jesús brota de la victoria sobre el pecado, sobre el egoísmo que nos
impide amarnos como hermanos. Es don de Dios y señal de su presencia. Todo
discípulo, llamado hoy a seguir a Jesús cargando la cruz, recibe en sí la paz
del Crucificado Resucitado en la seguridad de su victoria y en la espera de su
definitiva venida.
Que la Virgen María nos ayude a acoger con docilidad el Espíritu Santo como
Maestro interior y como Memoria viva de Cristo en el camino cotidiano.
(Traducción
del italiano: Raúl Cabrera, Radio Vaticano)
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