Estamos llegando al final de la cuarentena pascual, y
las palabras de Jesús en el Evangelio suenan a despedida, pero a la vez nos
ofrecen una clave que es transfiguradora en todo tiempo. “Si me amarais, os
alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho
ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo” (Jn 14,
28-29).
En principio parece que el despojo de la visión de la
persona de Jesús es motivo de tristeza, pero si creemos que el Resucitado
permanece entre nosotros, su marcha nos posibilita una relación más inmediata
que si se apareciera visiblemente. Es la presencia que nos promete en la
Iglesia, en la Palabra, en la Eucaristía, en la asamblea reunida en su nombre,
en el prójimo, y hasta en los mismos acontecimientos.
La nueva Jerusalén ha comenzado, y la visión del
Apocalipsis tiene su mejor concreción en la Iglesia. Ella es la esposa, la
revestida como una novia, la nueva Jerusalén: “El ángel me transportó en
éxtasis a un monte altísimo, y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba
del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios” (Ap 21, 10).
A lo largo de los siglos, gracias a la asistencia del
Espíritu a la Iglesia, los creyentes pueden participar de la vida divina. La
gracia bautismal, el perdón de los pecados, tomar parte en la mesa del Señor,
el fortalecimiento en la fe, la sacramentalidad divina del amor humano, el
ministerio sacerdotal y el bálsamo que cura las heridas son las mediaciones
sacramentales que nos posibilitan vivir en este mundo como familia de Dios y
formar, como piedras vivas el nuevo templo, la ciudad santa.
Vivimos momentos de esperanza. Si en los primeros
tiempos del cristianismo, los discípulos, reunidos en concilio, bajo la acción
del Espíritu, comprendieron que para pertenecer a la Iglesia, no era necesaria
la circuncisión -“Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros
más cargas que las indispensables” (Act 15, 28), el mismo Espíritu, por voz del
papa Francisco, sigue alentando a los hombres y mujeres de nuestro tiempo para
que todos se sientan atraídos hacia el recinto de la misericordia y del perdón,
y gocen así de la alegría del Evangelio.
Jesús se despide, pero el Maestro nos ha dejado la
posibilidad de convivir con Él, de sentir su acompañamiento, de sabernos en la
comunidad de los discípulos gracias a la mediación de la Iglesia, que nos
ofrece la gracia sacramental, según la necesidad de cada uno.
¡Que nadie se prive del gozo de la misericordia! ¡Que
todos puedan sentir la cercanía de Cristo resucitado, quien a través del
Espíritu Santo, sigue alegrando el corazón de sus fieles!
Ángel Moreno de Buenafuente
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