Consumada la obra que el
Padre confió al Hijo en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo en el día de
Pentecostés, para que santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen
en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu.
Él es el Espíritu de la vida, o la fuente del agua que salta hasta la
vida eterna, por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado
hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales. El Espíritu habita en la
Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo, y en ellos ora y da
testimonio de la adopción de hijos. Con diversos dones jerárquicos y
carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia, a la que
guía hacia toda verdad, y unifica en comunión y ministerio, enriqueciéndola con
todos sus frutos. Hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la
renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el
Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: «Ven». Así se manifiesta toda la
Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo.
La universalidad de los fieles, que tiene la unción
del Espíritu Santo, no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar
propiedad mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo,
cuando desde el obispo hasta los últimos fieles seglares manifiesta el
asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres. Con ese sentido de
la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el pueblo de Dios, bajo la
dirección del magisterio, al que sigue fidelísimamente, recibe no ya la palabra
de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios, se adhiere indefectiblemente
a la fe que se transmitió a los santos de una vez para siempre, la penetra
profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la vida.
Además, el mismo Espíritu Santo no solamente
santifica y dirige al pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios y lo
enriquece con las virtudes, sino que, repartiendo a cada uno en particular como
a él le parece, reparte entre los fieles gracias de todo género, incluso
especiales, con que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de
oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la
Iglesia, según aquellas palabras: En cada uno se manifiesta el Espíritu para el
bien común. Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y
comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la
Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo.
De la Constitución
dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano segundo (Núms.
4 y 12) Fuente: News.Va
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