Jn 16:12-15
En el Evangelio del domingo de la
Santísima Trinidad escuchamos de boca de Jesús: “Cuando venga el Espíritu de la verdad, los
guiará hasta la verdad plena” (v 13). Nunca ha sido fácil expresar en lenguaje
humano lo de Dios. Pero fue él quien quiso “habitar entre nosotros” (Jn 1:14)
expresándose en nuestro lenguaje. Por tanto, basta que llevemos a la acción la
dinámica trinitaria de comunión de amor para que este misterio, en su
gratuidad, se vuelva comunicación.
La Trinidad es Dios y “la Gloria de Dios es que el hombre viva” (San
Ireneo). La Trinidad es el horizonte del amor, y por tanto de la solidaridad,
del respeto y de la dignidad, de todo aquello que tiene raíces divinas.
Encontramos en las Escrituras este aliento de Jesús, esta comunidad de Dios que
integra amor y comunión en el compromiso de los creyentes. El amor humano es la
parábola de aquel divino.
El Evangelio de Mateo nos muestra un ejemplo de la Trinidad donándose:
“Vayan y hagan discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28:19). Así termina este Evangelio y así
comienza la aventura de los seguidores de Jesús. Una promesa que parte de un
envío y un envío que parte de un misterio.
Jesús usa nombres de familia: Padre e Hijo. En esa raíz de familiaridad
divina, encuentra fundamento nuestra humanidad: las raíces familiares,
culturales e históricas son aquellas que nos dan identidad. Amor fraterno que
hace al mundo respirar futuro. Por eso, el misterio de la Trinidad se vuelve
oscuro y absolutamente incomprensible cuando somos parte de una sociedad que
discrimina, que valora lo superfluo y glorifica el éxito individual. Cuando
somos actores inertes de matanzas sangrientas que buscan falsamente
reivindicar voces olvidadas. Cuando somos cómplices del dominio de una ley de
mercado que descarta lo no útil y acumula lo que no le pertenece. Si entramos a
fondo en el “Por qué” de estas situaciones, entraremos a fondo en el “Para qué”
del misterio de la Trinidad.
En todo aquello que implique a Dios y al ser humano, hay algo de los dos
que busca ser expresado. De parte de Dios, desde el momento mismo de la
creación: “Hagamos adam (la condición humana) a nuestra imagen y semejanza” (Gn
1:26). Y de parte del ser humano, la respuesta a vivir dignamente en el amplio
horizonte de nuestra fraternidad (1 Jn 4). Dios no es soledad. La paz y la
justicia no se consiguen caminando solos. La fe es, ante todo, un deseo de
encuentro. Somos creados y creadas de amor para amar.
Jesús hace lo que el amor le permite hacer. Enseña a amar, a descubrir con
el “próximo” que somos una misma sangre, con responsabilidad compartida y
fraternidad recibida. Sí, Jesús tiene razón cuando nos dice: “El Espíritu dirá
lo que oye y les anunciará el futuro” (v 13). Horizonte humano que es comunidad
de amor trinitario.
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