«Defensora y consejera del papa, excelsa mística y doctora de la Iglesia,
terció en el conflicto de Avignon, logrando que el pontífice regresara a la
sede de Roma. Es patrona de Italia con san Francisco, y copatrona de Europa»
Tuvo
un papel excepcional en la historia –e insólito para una mujer de su tiempo– al
defender la sede de Pedro y luchar por la unidad de la Iglesia. Nació en Siena,
Italia, el 25 de marzo de 1347. Le urgía tanto la entrega de su vida a Dios,
que le consagró su virginidad a los 7 años mediante voto privado. Lapa, su
madre, ignoraba el fuego que latía en las entrañas de su pequeña, la penúltima
de los veinticuatro hijos que daría a luz. Cuando Catalina tenía 12 años, ella
y otra de sus hijas hicieron lo posible para encaminarla al matrimonio,
aconsejándole que cuidase su aspecto. Entonces la santa realzó su indumentaria
luciendo diversos aderezos conforme a la moda del momento. Pero enseguida se
arrepintió de esta muestra de vanidad y quiso purgar su flaqueza con actos
penitenciales. Los contratiempos, la rudeza de los trabajos que le impusieron y
el rígido trato que recibía incrementaron su paciencia. Nadie podía penetrar en
el recóndito espacio interior que ardía de amor a Dios, sino Él mismo que lo
inundaba con su inmensa ternura.
A
los 15 años ya era conocida por su heroica caridad con los pobres, prisioneros,
enfermos y desahuciados. Todo lo asumía como vía de expiación de sus culpas. Al
año siguiente tomó el hábito de la tercera Orden de Santo Domingo. Intensificó
la oración y la penitencia realizada en la habitación que había convertido en
una especie de eremitorio. Fueron tres años intensos de los que solo sabía,
además de Dios que todo lo conoce, su confesor. Punzantes tentaciones contra la
castidad que brotaban de su mente de mil formas distintas le produjeron gran
turbación y desasosiego. A ello siguió una profunda oscuridad que constituyó
para la santa una prueba aún mayor. Le sostuvo su humildad y confianza en Dios.
Al final de este túnel, cuando vislumbró el rostro resplandeciente de Cristo,
le preguntó: «¿Dónde estabas Tú, mi divino Esposo, mientras yacía en
una condición tan abandonada y aterradora?». Él respondió: «Hija,
estaba en tu corazón, fortificándote por la gracia». Cristo
crucificado le tendía los brazos y se esforzaba por asemejarse a Él. Este
inefable amor fue singularmente correspondido en 1366 con su místico desposorio
sellado con una alianza, que siempre era visible para ella pero no para el
resto de mortales.
A
lo largo de su vida fue agraciada con numerosos éxtasis, así como dones de
lágrimas, milagros y profecía. En una de sus visiones, narra su confesor y
biógrafo san Raimundo de Capua, tuvo la impresión de que Dios se había llevado
su corazón. Y pocos días más tarde, viéndose envuelta en una luz que provenía
del cielo, se le apareció el Salvador portando en sus manos un rojo corazón del
que emanaba intenso fulgor. Se acercó a ella y abrió su costado izquierdo
introduciéndoselo, al tiempo que le decía: «Hija, el otro día me llevé
tu corazón; hoy te entrego el mío y de aquí en adelante lo tendrás para
siempre». Le cerró el pecho, pero la cicatriz fue ostensible. A partir
de entonces solía decir: «Señor, te recomiendo mi corazón».
En
1369 inició una intensa vida apostólica. Pasando por alto el gravísimo riesgo
que corría de contraer la lepra, atendía a los enfermos. Doblegó su voluntad
venciendo su natural repulsión en un hecho que la asemejó a san Francisco de
Asís al aplicar sus labios a las llagas purulentas de uno de aquellos
infelices. Su acción durante la peste que asoló el país fue también admirable.
Tan ardiente caridad fue recompensada por Dios a través de varios milagros.
Convirtió a muchos pecadores incapaces de sustraerse a sus exhortaciones, con
las que les encaminaba a una vida de penitencia. Muchos la seguían porque les
reportaba paz y consuelo abriéndoles el camino del amor a Dios. Había quienes
la calificaban de hipócrita y fanática, y otros la consideraban santa. El 1 de
abril de 1375 fue bendecida con los estigmas de la Pasión, que en su caso no
fueron de sangre sino de luz.
Fue
una gran conciliadora en su entorno familiar y a otras escalas, como hizo
cuando supo que Florencia estaba adherida a una liga contra la Santa Sede. Sus
componentes desoyeron las demandas de Gregorio XI, residente en Avignon, y
aceptaron la mediación de Catalina, que convenció a los magistrados. El papa,
admirado por su prudencia y virtud, le dijo: «No deseo nada más que la
paz. Dejo esta cuestión totalmente en sus manos; solo le recomiendo el honor de
la Iglesia». Con todo, persistieron las gravísimas desavenencias. Pero
quizás el hecho más significativo fue su papel dentro de la Iglesia. Arreciaron
las quejas de los romanos por la ausencia de los últimos pontífices de la Sede
de Roma, que duraba ya sesenta y cuatro años de residencias en Avignon, y con
ello las amenazas de cisma. Gregorio XI se propuso regresar, pero este
sentimiento confiado prudentemente en la corte no obtuvo su beneplácito.
Consultó a Catalina quien, conocida por revelación la íntima decisión del
pontífice, le dijo: «Cumpla con su promesa hecha a Dios». Su
determinación y ternura calaron en el Santo Padre. Le había llamado «dulce
Cristo en la tierra», diciéndole:«¡Animo, virilmente, Padre! Que yo le
digo que no hay que temblar». El papa quedó impresionado y se propuso
volver a Roma. La santa logró que en 1378 Florencia admitiera la autoridad del
pontífice Urbano VI sucesor de Gregorio XI. Cuando aquél la llamó a través de
su confesor para que fuese a Roma, al comienzo del gran cisma en el que estuvo
implicado junto a Clemente VII, Catalina se trasladó allí, donde murió el 29 de
abril de 1380, ocho días después de haber sufrido un ataque de apoplejía. Tenía
33 años.
Le
había costado aprender a leer, y pudo escribir siendo adulta. Ente otras obras
maestras, ha legado «El Diálogo de la Divina Providencia», dictado en su celda
de Siena. Pío II la canonizó el 29 de abril de 1461. En 1939 fue declarada
patrona de Italia junto a san Francisco de Asís. El 4 de octubre de 1970 Pablo
VI la proclamó doctora de la Iglesia. El 1 de octubre de 1999 Juan Pablo II la
designó copatrona de Europa.
Zenit
Zenit
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