Nuestro Señor fue
conculcado por la muerte, pero Él, a su vez, conculcó la muerte, pasando por
ella como si fuera un camino. Se sometió a la muerte y la soportó
deliberadamente para acabar con la obstinada muerte. [...]
La muerte, en efecto, no hubiera podido devorarle
si Él no hubiera tenido un cuerpo, ni el abismo hubiera podido tragarle si Él
no hubiera estado revestido de carne; por ello quiso el Señor descender al seno
de una virgen para poder ser arrebatado en su ser carnal hasta el reino de la
muerte. Así, una vez que hubo asumido el cuerpo, penetró en el reino de la
muerte y lo destruyó. [...]
Llevó su cruz a las moradas de la muerte, que todo
lo devoraban, y condujo así a todo el género humano a la mansión de la vida. Y
la humanidad entera, que a causa de un árbol había sido precipitada en el
abismo inferior, por otro árbol, el de la cruz, alcanzó la mansión de la vida.
[...]
¡A ti la gloria, a ti que con tu cruz elevaste un
puente sobre la misma muerte, para que las almas pudieran pasar por él desde la
región de la muerte a la región de la vida!
¡A ti la gloria, a ti que asumiste un cuerpo mortal
e hiciste de él fuente de vida para todos los mortales!... Los que te dieron
muerte se comportaron como los agricultores: enterraron la vida en el sepulcro,
como el grano de trigo se entierra en el surco, para que luego brotara y
resucitara llevando consigo a otros muchos.
Venid, hagamos de nuestro amor una ofrenda grande y
universal; elevemos cánticos y oraciones en honor de Aquél que, en la cruz, se
ofreció a Dios como holocausto para enriquecernos a todos.
De los sermones de san
Efrén, diácono (siglo IV)
Fuente: News. Va
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