martes, 5 de abril de 2016

El día en el que Tomás encontró la paz en las heridas de Jesús

La experiencia de los apóstoles y discípulos luego de la Pasión y Muerte de Jesús fue muy dura. Los evangelios nos transmiten una serie de detalles que nos hablan de la difícil prueba a la que su fe fue sometida. Incluso los primeros testimonios y la constatación de que el cuerpo del Maestro no estaba en el sepulcro son tomados con escepticismo. En este sentido, es significativo que aun luego de que Pedro y Juan vieron el sepulcro vacío, de haber escuchado de boca de María Magdalena que había visto al Señor vivo y de haber recibido el testimonio de otras mujeres, encontremos a los discípulos atemorizados y encerrados en una casa.
Esto nos habla de que los discípulos —comenzando por los más cercanos, los 11 apóstoles— vivieron un proceso de maduración en la fe. Es cierto que lo venían viviendo desde que conocieron a Cristo, pero los días inmediatamente previos y posteriores a la Resurrección del Señor fueron, sin duda, particularmente intensos.
En este proceso o etapa en la vida de fe de los discípulos encontramos una constante. El Señor Jesús siempre sale primero al encuentro de los suyos. Les salió al encuentro a las mujeres que iban al sepulcro; le sale al encuentro a la Magdalena; les sale al encuentro a los discípulos que caminaban a Emaús. El pasaje del Evangelio de Juan que se lee este Domingo de Pascua es, en este sentido, paradigmático. Mientras los discípulos están «con las puertas cerradas» por «miedo», Jesús se aparece en medio de ellos. La cerradura de las puertas no es obstáculo para que el Resucitado se haga presente en la habitación y toque a la puerta del corazón de cada uno de los presentes:  «“Paz a ustedes”. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado».

Tomás reclama «ver para creer». Nuevamente el Resucitado se aparece en medio de ellos y esta vez le dice a Tomás: ven, mira y toca. Y Tomás, desde lo profundo de su corazón se adhiere al Señor, lo acoge, le abre la puerta de su corazón incrédulo y proclama una de las confesiones más hermosas que hemos recibido: ¡Señor mío y Dios mío! El Papa San Gregorio Magno (s. VI) decía que «aquel discípulo que había dudado, al palpar las heridas del cuerpo de su maestro, curó las heridas de nuestra incredulidad. Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros discípulos».

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