La
experiencia de los apóstoles y discípulos luego de la Pasión y Muerte de Jesús
fue muy dura. Los evangelios nos transmiten una serie de detalles que nos
hablan de la difícil prueba a la que su fe fue sometida. Incluso los primeros
testimonios y la constatación de que el cuerpo del Maestro no estaba en el
sepulcro son tomados con escepticismo. En este sentido, es significativo que
aun luego de que Pedro y Juan vieron el sepulcro vacío, de haber escuchado de
boca de María Magdalena que había visto al Señor vivo y de haber recibido el
testimonio de otras mujeres, encontremos a los discípulos atemorizados y
encerrados en una casa.
Esto
nos habla de que los discípulos —comenzando por los más cercanos, los
11 apóstoles— vivieron un proceso de maduración en la fe. Es cierto
que lo venían viviendo desde que conocieron a Cristo, pero los días
inmediatamente previos y posteriores a la Resurrección del Señor fueron, sin
duda, particularmente intensos.
En
este proceso o etapa en la vida de fe de los discípulos encontramos una
constante. El Señor Jesús siempre sale primero al encuentro de los suyos. Les
salió al encuentro a las mujeres que iban al sepulcro; le sale al encuentro a
la Magdalena; les sale al encuentro a los discípulos que caminaban a Emaús. El
pasaje del Evangelio de Juan que se lee este Domingo de Pascua es, en este
sentido, paradigmático. Mientras los discípulos están «con las puertas
cerradas» por «miedo», Jesús se aparece en medio de ellos. La cerradura de las
puertas no es obstáculo para que el Resucitado se haga presente en la
habitación y toque a la puerta del corazón de cada uno de los presentes:
«“Paz a ustedes”. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado».
Tomás reclama «ver
para creer». Nuevamente el Resucitado se aparece en medio de ellos y esta
vez le dice a Tomás: ven, mira y toca. Y Tomás, desde lo profundo de su corazón
se adhiere al Señor, lo acoge, le abre la puerta de su corazón incrédulo y
proclama una de las confesiones más hermosas que hemos recibido: ¡Señor mío y
Dios mío! El Papa San Gregorio Magno (s. VI) decía que «aquel discípulo que
había dudado, al palpar las heridas del cuerpo de su maestro, curó las heridas
de nuestra incredulidad. Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de
Tomás que la fe de los otros discípulos».
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