jueves, 28 de abril de 2016

Cuando ansío a Dios y de repente se pone a mi lado. Ese amor inmenso que me desborda, inmerecido, que me sacia por un momento...

El amor del que Jesús habla es un amor lleno de misericordia. Es un amor hondo, que no necesita palabras. Vive en los silencios y en las miradas. Es un amor de abrazos y delicadeza.
Comenta el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: “El amor no obra con rudeza, no actúa de modo descortés, no es duro en el trato. Sus modos, sus palabras, sus gestos, son agradables y no ásperos ni rígidos. Detesta hacer sufrir a los demás. ‘Todo ser humano está obligado a ser afable con los que lo rodean’ [1]. Cada día, entrar en la vida del otro, incluso cuando forma parte de nuestra vida, pide la delicadeza de una actitud no invasora, que renueve la confianza y el respeto […] El amor, cuando es más íntimo y profundo, tanto más exige el respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta de su corazón”.
Es un amor auténtico, generoso, hondo, trasparente. Un amor cálido, lleno de ternura, de bondad, de gestos delicados y verdaderos.
Jesús nos pide que nos amemos como Él nos ha amado. Me parece imposible. Seguramente es imposible sólo para mí, con mi escaso poder, con mi corazón tan duro.
Él me ha amado dando la vida. Desde su pobreza. Y yo tantas veces no soy capaz de dar algo de mi tiempo, de mis cosas, de mis talentos.
Jesús quiere enseñarme a amar hasta lo más hondo. Él me ha amado de una forma nueva. Acompaña mi fragilidad. Me sostiene en mis caídas.
Dice la Biblia: “Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor”. Acampa en mi vida. Me quita las lágrimas y el dolor.
Es mi Dios. Yo soy su pueblo, su tierra, su morada. Me impresiona. Viene para estar conmigo, a mi lado. Es un amor que me hace capaz del amor.
Pero tantas veces me olvido de ese amor y vivo mendigando amores. Vivo esperando caer bien a todos, ser aceptado por todos. Cada uno tiene sus medios. La simpatía, las palabras amables, el decir que sí a todos, el responder a todos los requerimientos. Es la necesidad casi enfermiza de ser aceptado y querido por todos.
Sangra la herida. Esa herida honda de amor que viene de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud. Esa herida por no haber recibido tanto amor como esperaba, por no haber sido tan querido como lo fueron otros. Es un misterio.
Esa herida está abierta en el alma. La intento tapar para no sentir su dolor. Para que no supure, para que no me recuerde mis pequeños fracasos. Necesito amores humanos que calmen el dolor. Lo sé. Esa ausencia de amor.
Y necesito volver a tocar el amor de Dios en mi vida. ¿Cuándo noté su brazo abrazando mi dolor? ¿Cuándo lo vi alegrándose por mí en el camino? ¿Cuándo volvió a buscarme cuando yo me encontraba solo y olvidado?
Me veo en mitad de una calle esperando la llegada de Dios. Espero, lloro, noto la ausencia. Y Él, súbitamente, viene y se pone a mi lado. Ese amor inmenso que me desborda. Inmerecido. Ese amor que me sacia por un momento.
Luego sigo caminando y noto otra vez el vacío. Y de nuevo vuelve. Ese hecho de volver por mí ha marcado siempre mi vida.
Me emociono al pensar en esos discípulos de Emaús que descubrieron a Jesús caminando a su lado. Por ellos hizo ese largo camino. Por ellos caminó a su lado esperando a responder todas sus preguntas. Por amor a ellos. Sólo dos discípulos desconocidos que caminaban hacia Emaús. Tristes, abandonados.
Me emociona Tomás que gracias a su herida pudo experimentar ese amor inmenso de Jesús que volvió para que tocara sus heridas abiertas.
Me conmueve pensar en ese Jesús que piensa en mí, me busca, me sigue, pierde el tiempo por estar a mi lado.
Esa experiencia de mi propia vocación es la que me da paz cuando yo mismo no la encuentro. Rememoro ese momento. Me adentro de nuevo en el recuerdo. Y vuelvo a pedirle que venga a mí y que me busque siempre.
Jesús me ama y yo me olvido. Me ama y quiere que yo lo ame. Me ama y me busca, pero a mí se me olvida y me vuelvo mendigo de amores pasajeros. Yo quiero amarlo como Él me ama. De nuevo imposible.
Una persona rezaba: “Señor, te amo y quiero sólo amarte. Te amo a veces mal, pero te amo. Te amo a veces de palabra y sin obras, pero te amo. Me gustaría amarte bien. Tú que haces imposibles, ayúdame a quererte incluso cuando sólo salga mi ego, mi orgullo, o mi soberbia. Tú me amas, Señor. Suples el amor que me falta. Incluso después de pecar, me abrazas”.
Es el amor imposible que yo no sé dar a Jesús. Ese amor hondo que toca mis entrañas. Pero Él me ama siempre. Sé que todo lo puedo hacer si amo. Puedo hacerlo todo nuevo. Él me lo promete: “Todo lo hago nuevo”.
El que ama no se equivoca nunca. Porque el amor verdadero nos hace actuar bien. Un amor verdadero, un amor sin doblez. Un amor en el que la luz reina y huyen las sombras. Un amor hondo y auténtico.
Necesito saberme amado por Jesús para poder amar así. Él hace en mí lo imposible. A través de mis manos puede llegar su amor a otros. Amar desde Dios. Me usa como instrumento.
Parece imposible amar como Dios me ama. Para Él sí es posible. Amar hasta el extremo, dando la vida. Amar bien, amar con respeto, con humildad. Me gustaría ser capaz de amar así.
Pero muchas veces amo dando sólo algo de mí, de mi tiempo, de mi vida. No amo como Jesús me ama. Mi amor no siempre es generoso. Aislado del amor de Dios puede llegar a ser hasta contrario a Dios. Puede esclavizar, puede ser egoísta. Mi amor no siempre es cristiano.
El amor en Jesús es el que ayuda al otro a ser mejor, más pleno, más feliz. Es el amor que no da sólo lo justo, sino lo imposible. Es el amor que va más allá de los límites. Supera lo que corresponde. Ese amor es el que desea mi corazón.

 Carlos Padilla Esteban. Fuente: Aleteia

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