Queridos hermanos y
hermanas, ¡buenos días!
Hoy reflexionamos sobre la parábola del buen samaritano (Cfr. Lc
10,25-37). Un doctor de la Ley pone a prueba a Jesús con esta pregunta:
«Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?» (v. 25). Jesús le
pide dar a él mismo la respuesta, y él lo da perfectamente: «Amarás al Señor,
tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con
todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo» (v. 27). Jesús entonces
concluye: «obra así y alcanzarás la vida» (v. 28).
Entonces aquel hombre hace otra pregunta, que se hace muy preciosa para
nosotros: «¿Y quién es mi prójimo?» (v. 29), y presupone: “¿mis parientes? ¿mis
connacionales? ¿Aquellos de mi misma religión?...”. En fin, quiere una regla
clara que le permita clasificar a los demás en “prójimo” y “no prójimo”, en
aquellos que pueden convertirse en prójimos y en aquellos que no pueden hacerse
prójimos.
Y Jesús responde con una parábola, que pone en escena a un sacerdote,
un levita y un samaritano. Los dos primeros son figuras relacionadas con el
culto del templo; el tercero es un judío cismático, considerado como un
extranjero, pagano e impuro, es decir el samaritano. En el camino de Jerusalén
a Jericó el sacerdote y el levita se encuentran con un hombre moribundo, que
los ladrones han asaltado, robado y abandonado. La Ley del Señor en situaciones
símiles preveía la obligación de socorrerlo, pero ambos pasan de largo sin
detenerse. Tenían prisa. El sacerdote, tal vez, ha mirado el reloj y ha dicho:
“pero, llegare tarde a la Misa… Debo decir la Misa”. Y el otro ha dicho: “pero,
no sé si la Ley me lo permite, porque hay sangre ahí y quedare impuro…”. Van
por otro camino y no se acercan. Y aquí la parábola nos ofrece una primera
enseñanza: no es automático que quien frecuenta la casa de Dios y conoce su
misericordia sepa amar al prójimo. ¡No es automático! Tú puedes conocer toda la
Biblia, tú puedes conocer todas las normas litúrgicas, tú puedes conocer toda
la teología, pero del conocer no es automático el amar: el amar tiene otro
camino, el amor tiene otro camino. Con inteligencia, pero con algo más… El
sacerdote y el levita ven, pero ignoran; miran, pero no proveen. Ni siquiera
existe un verdadero culto si ello no se traduce en servicio al prójimo. No lo
olvidemos jamás: ante el sufrimiento de tanta gente agotada por el hambre, por
la violencia y la injusticia, no podemos permanecer como espectadores. ¡Ignorar
el sufrimiento del hombre, ¿qué cosa significa? Significa ignorar a Dios! Si yo
no me acerco a aquel hombre, a aquella mujer, a aquel niño, a aquel anciano o
aquella anciana que sufre, no me acerco a Dios.
Pero, vayamos al centro de la parábola: el samaritano, es decir, aquel
despreciado, aquel sobre quien nadie habría apostado nada, y que de todos modos
también él tenía sus deberes y sus cosas por hacer, cuando vio al hombre
herido, no pasó de largo como los otros dos, que estaban relacionados con el
Templo, sino «lo vio y se conmovió» (v.33). Así dice el Evangelio: “Tuvo
compasión”, es decir, ¡el corazón, las vísceras, se han conmovido! Esta ahí la
diferencia. Los otros dos “vieron”, pero sus corazones permanecieron cerrados,
fríos. En cambio, el corazón del samaritano era sintonizado con el corazón de
Dios. De hecho, la “compasión” es una característica esencial de la
misericordia de Dios. Dios tiene compasión de nosotros. ¿Qué cosa quiere decir?
Sufre con nosotros, nuestros sufrimientos Él lo siente. Compasión: “compartir
con”. El verbo indica que las vísceras se mueven y tiemblan a la vista del mal
del hombre. Y en los gestos y en las acciones del buen samaritano reconocemos
el actuar misericordioso de Dios en toda la historia de la salvación. Es la
misma compasión con la cual el Señor viene a encontrar a cada uno de nosotros:
Él no nos ignora, conoce nuestros dolores, sabe cuánta necesidad tenemos de
ayuda y consolación. Esta cerca y no nos abandona jamás. Pero podemos, cada uno
de nosotros, hacernos la pregunta y responder en el corazón: “¿Yo lo creo? ¿Yo
creo que el Señor tiene compasión de mí, así como soy, pecador, con tantos
problemas y tantas cosas?”. Pensar en esto y la respuesta es: “¡Sí!”. Pero,
cada uno debe mirar en el corazón si tiene la fe en esta compasión de Dios, de
Dios bueno que se acerca, nos cura, nos acaricia. Y si nosotros lo rechazamos,
Él espera: ¡es paciente! Siempre junto a nosotros.
El samaritano se comporta con verdadera misericordia: venda las heridas
de aquel hombre, lo lleva a un albergue, lo cuida personalmente, provee a su
asistencia. Todo esto nos enseña que la compasión, el amor, no es un
sentimiento vago, sino significa cuidar al otro hasta pagar personalmente.
Significa comprometerse cumpliendo todos los pasos necesarios para “acercarse”
al otro hasta identificarse con él: «amaras a tu prójimo como a ti mismo». Este
es el mandamiento del Señor.
Concluida la parábola, Jesús devuelve la pregunta al doctor de la Ley y
le pide: «¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre
asaltado por los ladrones?» (v. 36). La respuesta es finalmente inequivocable:
«El que tuvo compasión de él» (v. 37). Al inicio de la parábola para el
sacerdote y el levita el prójimo era el moribundo; al final el prójimo es el
samaritano que se ha hecho cercano. Jesús cambia la prospectiva: no clasificar
a los demás para ver quién es el prójimo y quién no lo es. Tú puedes hacerte
prójimo de quien se encuentra en la necesidad, y lo serás si en tu corazón
tienes compasión, es decir, tienes esa capacidad de sufrir con el otro.
¡Esta parábola es un estupendo regalo para todos nosotros, y también un
compromiso! A cada uno de nosotros Jesús repite lo que le dijo al doctor de la
Ley: «Ve, y procede tú de la misma manera» (v. 37). Estamos todos llamados a
recorrer el mismo camino del buen samaritano, que es la figura de Cristo: Jesús
se inclinó hacia nosotros, se ha hecho nuestro siervo, y así nos ha salvado,
para que también nosotros podamos amarnos como Él nos ha amado, del mismo modo.
¡Gracias!
(Traducción del
italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
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