“Pasado el sábado, María Magdalena,
María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y
muy temprano, el primer día de la semana, al salir el sol, fueron al sepulcro.
Y se decían unas a otras: « ¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del
sepulcro?». Al mirar, vieron que la piedra estaba corrida y eso que era muy
grande. Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la derecha,
vestido de blanco. Y quedaron aterradas. Él les dijo: «No tengáis miedo.
¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? Ha resucitado. No está aquí” (Mc
16, 1-6).
Es Pascua florida, la fiesta central del
Año Cristiano, la razón de nuestra fe, porque Aquel en quien creemos no es un
mito, ni una leyenda, sino una persona que vive y nos ofrece la mayor
posibilidad de plenitud, por la esperanza de nuestro destino.
Un personaje joven, vestido de blanco, nos anuncia que Jesucristo está
resucitado. Algunos ven en el joven al mismo Jesucristo, a Aquel que en lo alto
del monte se transfiguró y adelantó esta hora, cuando “sus vestidos se
volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del
mundo”.
En la liturgia bautismal, el sacerdote,
después de derramar el agua sobre el neófito, y aún más si es adulto, le ofrece
una vestidura blanca. En los primeros siglos del cristianismo, el recién
bautizado la llevaba durante toda la octava de Pascua.
La túnica que nos dejó Jesús al pie de
la Cruz se ha convertido en vestidura filial para todos los que participamos
por gracia del sacramento del bautismo. Como en un revestimiento real, aunque
invisible, los cristianos formamos la gran muchedumbre que avanza con vestiduras
blancas hacia el trono de Dios, vestiduras que han sido lavadas en la sangre
del Cordero.
Nuestra mirada, a veces tan opaca,
debería atravesar la realidad a menudo tan oscura, y adentrarse en lo más
profundo del corazón, como lo hicieron las mujeres en el interior del sepulcro,
y contemplar con sobrecogimiento la identidad a la que hemos sido elevados por
el regalo del Resucitado.
Por Aquel que nos ha conseguido la
túnica blanca, podemos sentarnos en el banquete de bodas, y cuando seamos
presentados ante el Padre Dios, al vernos revestidos como su Hijo amado, nos
abrazará entrañablemente.
No destruyamos la túnica sagrada que nos
ha regalado a tanto precio Jesucristo. San Pablo nos estimula a ser conscientes
y responsables del don filial que hemos recibido: “Revestíos más bien del Señor
Jesucristo” (Rm 13, 14). “Y revestíos de la nueva condición humana creada a
imagen de Dios” (Ef 4, 24). “Así pues, como elegidos de Dios, santos y amados,
revestíos de compasión entrañable. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo
mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad
perfecta. Que la paz de Cristo reine en vuestro corazón: a ella habéis sido
convocados en un solo cuerpo. Sed también agradecidos” (Col 3,12-15).
¡Feliz Pascua!
Ángel Moreno de Buenafuente
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