El bienaventurado Job,
que es figura de la Iglesia, unas veces se expresa como el cuerpo, y otras
veces como la cabeza, de manera que, mientras está hablando en nombre de los
miembros, de repente se eleva hasta tomar las palabras de la cabeza. Por esto
dice: Todo esto lo he sufrido aunque en mis manos no hay violencia y es sincera mi oración.
Sin que hubiera violencia en sus manos, tuvo que
sufrir también aquel que no cometió pecado, ni encontraron engaño en su boca, a
pesar de lo cual arrostró el dolor de la cruz por nuestra redención. Fue el
único, entre todos los hombres, que pudo presentar a Dios súplicas inocentes,
porque hasta en medio de los dolores de la pasión rogó por sus perseguidores,
diciendo: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. ¿Qué es lo que puede
decirse o pensarse de más puro en una oración que alcanzar la misericordia para
aquellos mismos de los que se está recibiendo el dolor? [...]
Fíjate también en lo que se añade después: No
encierres mi demanda de justicia. Pues la misma sangre de la redención que se
recibe es la demanda de justicia de nuestro Redentor. Por ello dice también
Pablo: La aspersión de una sangre que habla mejor que la de Abel. De la sangre
de Abel se había dicho: La sangre de tu hermano me está gritando desde la
tierra. Pero la sangre de Jesús es más elocuente que la de Abel, porque la
sangre de Abel pedía la muerte de su hermano fratricida, mientras que la sangre
del Señor imploró la vida para sus perseguidores.
De los tratados Morales
de san Gregorio Magno, papa, sobre el libro de Job
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