Queridos
hermanos y hermanas,
El Evangelio de hoy nos recuerda que toda la
Ley divina se resume en el amor a Dios y al prójimo. El evangelista Mateo
relata que algunos fariseos se pusieron de acuerdo para poner a prueba a Jesús.
Uno de ellos, un doctor de la ley, le hizo esta pregunta: «Maestro, ¿cuál es el
mandamiento principal de la ley?». Jesús, citando el libro del Deuteronomio, le
dijo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda
tu mente. Este mandamiento es el principal y primero».
Y
hubiese podido detenerse aquí. En cambio, Jesús añadió algo que no le había
preguntado el doctor de la ley. Dijo: «El segundo es semejante: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo». Tampoco este segundo mandamiento Jesús lo inventa,
sino que lo toma del libro del Levítico.
Su novedad consiste precisamente en poner juntos estos dos mandamientos —el amor a Dios y el amor al prójimo— revelando que ellos son inseparables y complementarios, son las dos caras de una misma medalla.
No se
puede amar a Dios sin amar al prójimo y no se puede amar al prójimo sin amar a
Dios. El Papa Benedicto nos dejó un bellísimo comentario al respecto en su
primera encíclica Deus caritas est.
En
efecto, el signo visible que el cristiano puede mostrar para testimoniar al
mundo y a los demás, a su familia, el amor de Dios es el amor a los hermanos.
El mandamiento del amor a Dios y al prójimo es el primero no porque está en la
cima de la lista de los mandamientos. Jesús no lo puso en el vértice, sino en el
centro, porque es el corazón desde el cual todo debe partir y al cual todo debe
regresar y hacer referencia.
Ya en el Antiguo Testamento la exigencia de
ser santos, a imagen de Dios que es santo, comprendía también el deber de
hacerse cargo de las personas más débiles, como el extranjero, el huérfano, la
viuda (cf. Ex 22, 20-26). Jesús conduce hacia su realización esta ley de
alianza, Él que une en sí mismo, en su carne, la divinidad y la humanidad, en
un único misterio de amor.
Ahora, a la luz de esta palabra de Jesús, el
amor es la medida de la fe, y la fe es el alma del amor. Ya no podemos separar
la vida religiosa, la vida de piedad del servicio a los hermanos, a aquellos
hermanos concretos que encontramos.
No
podemos ya dividir la oración, el encuentro con Dios en los Sacramentos, de la
escucha del otro, de la proximidad a su vida, especialmente a sus heridas.
Recordad esto: el amor es la medida de la fe. ¿Cuánto amas tú? Y cada uno se da
la respuesta. ¿Cómo es tu fe? Mi fe es como yo amo. Y la fe es el alma del
amor.
En medio de la tupida selva de preceptos y
prescripciones —a los legalismos de ayer y de hoy— Jesús abre una brecha que
permite distinguir dos rostros: el rostro del Padre y el del hermano. No nos
entrega dos fórmulas o dos preceptos: no son preceptos y fórmulas; nos entrega
dos rostros, es más, un solo rostro, el de Dios que se refleja en muchos
rostros, porque en el rostro de cada hermano, especialmente en el más pequeño,
frágil, indefenso y necesitado, está presente la imagen misma de Dios.
Y
deberíamos preguntarnos, cuando encontramos a uno de estos hermanos, si somos
capaces de reconocer en él el rostro de Dios: ¿somos capaces de hacer esto?
De este
modo Jesús ofrece a cada hombre el criterio fundamental sobre el cual edificar la
propia vida. Pero Él, sobre todo, nos donó el Espíritu Santo, que nos permite
amar a Dios y al prójimo como Él, con corazón libre y generoso. Por intercesión
de María, nuestra Madre, abrámonos para acoger este don del amor, para caminar
siempre en esta ley de los dos rostros, que son un rostro solo: la ley del
amor.
(Papa Francisco, Ángelus del 26/10/2014)
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