Juan Bautista, «el más grande de los profetas», nos enseña una
regla fundamental de la vida cristiana: hacernos pequeños con humildad para que
sea el Señor quien crezca. Es este el «estilo de Dios», diverso del «estilo de
los hombres», que el Papa propuso durante la misa celebrada el viernes 5 de
febrero en la capilla de la Casa Santa Marta.
Marcos, en el pasaje evangélico de hoy (6, 14-29), escribe «que
la gente hablaba de Jesús porque “su nombre se había hecho famoso”». En
definitiva «todos hablaban» y se preguntaban quién sería él realmente. Y así
uno decía: «Es uno de los profetas que ha regresado». Y otro: «Es Juan Bautista
que ha resucitado». El hecho es que ante Jesús «la gente se quedaba con
curiosidad». Mientras que el rey Herodes, escribe aún Marcos, era «temeroso,
angustiado» también porque «era perseguido por el fantasma de Juan» a quien él
había mandado matar.
Además, hizo notar Francisco, están «otros personajes que
aparecen en este pasaje del Evangelio: una mujer mala, que odiaba y buscaba
venganza; una muchacha que no sabía nada y solo le interesaba su vanidad».
Tanto que «parece una novela»: es la historia de Herodías y de su hija.
Precisamente en este marco —explicó el Papa— el evangelista
narra el fin de Juan Bautista, «el hombre más grande nacido de mujer» como dice
la fórmula de canonización». Y nacido de mujer, el santo más grande: así Jesús
lo canonizó».
Pero Juan «acaba en la cárcel, decapitado». Y «la única frase»
del pasaje evangélico de hoy parece tener además una nota de «resignación»:
«los discípulos de Juan, al enterarse del hecho, fueron a recoger el cadáver y
lo pusieron en un sepulcro». Es así que «acaba “el hombre más grande nacido de
mujer”: un gran profeta, el último de los profetas, el único a quien se le
permitió ver la esperanza de Israel». Sí «el gran Juan que ha invitado a la
conversión: todo el pueblo lo seguía y le preguntaba “¿qué debemos hacer?”». Lo
seguían, añadió el Pontífice, «también los soldados, todos iban detrás de él
para hacerse bautizar, para pedir perdón, a tal punto que los doctores de la
ley fueron a él para hacerle una pregunta: ¿eres tú aquel que nosotros
esperamos?». La respuesta de Juan es clara: «No, no, yo no. Hay otro que viene
detrás de mí: ese es. Yo soy solamente la voz que grita en el desierto».
Al respecto, explicó el Papa, «san Agustín nos hace pensar bien
cuando dice: “Sí, Juan dice de sí mismo que es la voz, porque detrás de él
viene la Palabra”». Y «Cristo es la Palabra de Dios, el verbo de Dios». En
verdad «Juan es grande» repropuso Francisco. Grande cuando dice que no es él
aquel a quien esperan: precisamente «aquella frase es su destino, su programa
de vida: “Aquel, el que viene detrás de mí, debe crecer; yo, en cambio,
disminuir”». Precisamente «así fue la vida de Juan: disminuir, disminuir,
disminuir y acabar de esta manera tan prosaica, en el anonimato». Y así, Juan
fue «alguien grande que no buscó su propia gloria, sino la de Dios».
Y no acaba aquí. El Pontífice quiso destacar el hecho de que
Juan «sufrió en la cárcel además —digamos la palabra— la tortura interior de la
duda». Hasta preguntarse: «Pero, quizá me he equivocado. Este Mesías no es como
imaginaba que debería ser el Mesías». Tanto que «invitó a sus discípulos a
preguntar a Jesús: “Di la verdad: ¿eres tú quien debe venir?”».
Evidentemente «esa duda la hacía sufrir» y se preguntaba: «¿Me
he equivocado en anunciar uno que no era? ¿He engañado al pueblo?”». Fue grande
«el sufrimiento, la soledad interior de este hombre». Y así vuelven, con toda
su fuerza, sus palabras: «Yo, en cambio, debo disminuir, pero disminuir así: en
el alma y en el cuerpo, todo». A la duda de Juan, «Jesús responde: “Mira lo que
sucede”. Y se fía, no dice: «Soy yo». dice: «Id y anunciad a Juan lo que habéis
visto». Da también las señales, y lo deja sólo con la duda y la interpretación
de los signos».
Así pues, afirmó Francisco, «este es el gran profeta». Pero
siempre respecto a Juan «hay una última cosa que nos hace pensar: con esta
actitud de «disminuir» para que Cristo pueda «crecer», ha preparado el camino
hacia Jesús. Y Jesús murió en angustia, solo, sin discípulos». La «gran gloria»
de Juan, por lo tanto, es el haber sido profeta no sólo de palabras, sino con
su carne: con su vida preparó el camino hacia Jesús. ¡Es un grande!».
En conclusión, el Papa sugirió —«nos hará bien»— «leer hoy este
pasaje del Evangelio de Marcos, capítulo 6». Sí, insistió, «leer ese trozo»
para «ver cómo Dios vence: el estilo de Dios no es el estilo del hombre». Y
precisamente a la luz del pasaje evangélico, «pedir al Señor la gracia de la
humildad que Juan tenía, y no adjudicarnos a nosotros méritos y glorias de
otros». Y «sobre todo la gracia de que nuestra vida siempre esté en su lugar
para que Jesús crezca y nosotros disminuyamos, hasta el final».
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